34. Cábalas

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Al volver a su cuartel general, el mariscal Hoth ordenó que la artillería pesada del valle dirigiera sus disparos a partir de una distancia de solo trescientos metros delante de la última línea de defensa que quedaba en el bosque, y las tropas que allí se encontraban pudieron oír el fuerte silbido de los obuses pasando muy cerca de sus cabezas. Las baterías abrieron fuego sobre una amplia zona, que cubría casi todo el bosque Sur, las laderas que lo encierran y una parte importante del cañón.

Debido a lo masivo del ataque de artillería durante ese y los siguientes días, que trabajó sin descanso día y noche, Samsonov ordenó que sus tropas se retiraran del bosque y volvieran nuevamente a las laderas del cañón, fuera del alcance de tiro de las baterías. Cada vez se hacía más evidente que el enemigo había perdido a sus mejores soldados y que no estaba dispuesto a sacrificar tan rápido lo que le restaba, ya que seguramente era consciente de lo costoso que iba a serle superar las defensas del valle. 

Antes de que se hubieran retirado, Hoth solicitó en reiteradas oportunidades la autorización para disparar balas incendiarias, pero todas las veces le fue negado, ya que el riesgo de que los incendios se extendieran fuera de control y llegaran al valle era muy alto, y no contaban con los medios para combatirlos si se descontrolaban, como los tan necesarios aviones y helicópteros.

Sin embargo, a pesar del Primer Consejo y su elevada conciencia ecológica, algunos pequeños incendios habían prendido por diferentes lugares, ya que solo unas cuantas chispas bastaron para encender el bosque, generadas por las explosiones de los proyectiles contra los árboles y que luego cayeron sobre los trozos secos de las astillas, ramas y troncos que se apilaban en el suelo del bosque destruido. Hoth aprovechó la oportunidad y se dio el gusto de disparar algunas decenas de balas incendiarias para acelerar el proceso. 

El general Watanabe tuvo que soportar los también encendidos reclamos del Consejo, pero defendió con fuerza al mariscal, jurando y asegurando que en ningún momento ordenó que se iniciara un incendio en el bosque. Y lo irónico del asunto, fue que consiguió que se aprobara iniciar nuevos fuegos, esta vez de forma deliberada y controlada, con el fin de detener el que ya se estaba dando, por lo que los zapadores y las tropas que se retiraron se dedicaron a quemar una ancha línea fuera de la línea de árboles, que iba de extremo a extremo de este a oeste, y hasta más allá de las cadenas de montañas bajas que encierran el bosque y la parte sur del valle.

De esta manera evitaron que el fuego llegara al valle de San Pedro y en los siguientes días pudieron observar cómo gigantescos incendios se extendieron rápidamente por toda la región, obligando a los invasores a retroceder aún más. Hasta que llegaron las copiosas lluvias que caen regularmente en esta parte de los Andes, y los incendios se apagaron por completo en cuestión de horas. Al ser noviembre, inicio de la época de lluvias, estas duraron cuatro días y fue la primera gran tormenta de la temporada. Estos dos factores, primero el fuego y luego el agua, convirtieron la selva en un campo totalmente destruido y cubierto de un pegajoso barro mezclado con ceniza, un terreno por el que les sería muy difícil avanzar, y que los obligaría a esperar algunos días más para que el suelo secara lo suficiente antes de pensar en mover nuevamente a sus ejércitos.

Después de tantas derrotas y retrocesos, y el alto número de bajas sufrido en las últimas batallas, las tropas sintieron que la suerte se ponía finalmente de su lado. Los soldados, al igual que los deportistas, siempre han creído en la suerte y en las cábalas. En que la buena suerte los acompaña si hacen las cosas bien, algo así como una sinergia con el universo. E, igualmente, creen en lo opuesto, en que existen las malas rachas. Pero haberlos detenido en el bosque, sumado a los días de fuego y lluvias, habían elevado la moral en las tropas y los soldados se sentían listos para la siguiente batalla. Además, eran conscientes del valioso tiempo que se había ganado, para continuar reforzando las defensas, para producir más armamento y para entrenar mejor a los nuevos reclutas. Ya eran más de dos semanas desde la última batalla, y habían podido reponerse y abastecerse lo suficiente como para llegar con la confianza necesaria para enfrentarlos en el mismo valle.

Tres días después, Anders recibió al mismo tiempo noticias de Alonso y de otros puestos de la milicia, y luego de reunirse con sus oficiales se dirigió al cuartel general en la retaguardia.

—Buenas noches, mariscal Hoth.

—Por su expresión no creo que sean tan buenas, general.

—Desde que recibí noticias de mis oficiales, en efecto, señor, no lo son.

—Dígame, Anders, que le cuenta Alonso.

—No solo el mayor Alonso, también he recibido reportes desde la frontera oeste y del este.

—Lo escucho.

—Alonso indica que las tropas de Samsonov, estacionadas de vuelta en el sur del cañón, han recibido numerosos refuerzos en los últimos días. Nuevos ejércitos en condiciones de luchar y con más artillería.

—Esa sí es una mala noticia.

—Y la otra es que en estos momentos retrocedemos en las fronteras este y oeste, ya que estamos recibiendo ataques masivos desde esta mañana. Durante las últimas semanas hemos enviado tropas desde ambas fronteras hacia el frente, hemos perdido muchos hombres y hemos desguarnecido las bases de la milicia. Los cazadores no pudieron resistir los reiterados asaltos que lanzaron contra ellos y se vieron obligados a batirse en retirada en dirección al valle.

—¿Dónde se encuentran?

—Ambos frentes han establecido nuevas posiciones en las cordilleras que rodean el valle, pero de seguro se replegarán nuevamente, ya que en esa zona no cuentan con fortificaciones o trincheras donde resistir por mucho tiempo.

—Enviaremos refuerzos de inmediato, y más ametralladoras y morteros. Todos sus cazadores, general Anders, y algunas compañías más del 1.er Ejército. Las mejores tropas con las que contamos.

—Estoy de acuerdo con usted, señor, corremos el riesgo de ser rodeados y que puedan entrar fácilmente por nuestra retaguardia. Antes de venir con usted di la orden de que la milicia se fuera preparando para salir a reforzar a sus compañeros. Y ya cuento con su autorización, por lo que partiré con ellos esta misma noche. Yo me dirigiré hacia el este, que es donde se han reportado los mayores ataques, mientras que el mayor Suarez irá hacia el oeste.

—Por supuesto, nadie mejor que ustedes mismos para ir en ayuda de los suyos. Y, además, contarán con el apoyo de algunas compañías de comandos del 1.er Ejército. Han tenido la oportunidad de combatir juntos en la última batalla. Estas tropas estarán nuevamente bajo sus órdenes, general. Convocaré a mis oficiales de inmediato. —y llamó a su asistente.

—De acuerdo, señor.

—Y sobre el frente sur, en el cañón, ¿qué piensa?

—Lo mismo que usted, mariscal, que más y más barcos han seguido llegando a la costa, y que, para este momento de la guerra, han podido avanzar sin oposición.

—¡Maldito Samsonov! Trajo la muerte hasta nuestras puertas. Pronto secará el suelo, y la siguiente batalla no será como lo esperábamos. ¿Será que la suerte está por cambiar de lado nuevamente?

—Es posible. La situación es crítica. Esperemos que vuelva a nosotros, y pronto.



La Última Guerra en la TierraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora