41. La batalla de San Pedro

6 2 0
                                    


Una semana después de la última batalla, el enemigo retomó el avance hacia el centro del valle. Primero llegaron los batallones de vanguardia, que se detuvieron a solo tres kilómetros de las líneas defensivas, y luego apareció el grueso de los ejércitos invasores, que se estacionaron detrás de ellos. Las tropas en los exteriores de la ciudad pudieron ver como los ejércitos que se juntaban para darles pronto combate crecían y crecían, hasta llegar a ser millones los que se acercaban amenazantes desde todas las direcciones, con excepción del norte. La masa principal ocupaba los campos agrícolas ubicados al sur de la ciudad, y el resto se había dirigido hacia los flancos, que llegaban hasta lo alto de las montañas que cercaban el valle.

La defensa de San Pedro consistía en cuatro líneas fortificadas; las dos primeras se extendían de este a oeste cruzando el valle, llegando hasta la cima de ambas cordilleras, y estaban conformadas por sólidas murallas, bunkers y trincheras; la tercera y cuarta línea rodeaban la ciudad y eran más débiles, ya que solo habían tenido tiempo para cavar trincheras y construir algunos puntos fortificados. Hoth había planeado la defensa considerando tres puntos donde se iban a dar los combates más intensos. Lógicamente, había pensado que, además del asalto principal que enfrentarían por el centro, el enemigo intentaría romper las líneas por los flancos, con el objetivo de cercar la ciudad. Por ello, durante los últimos días, el mariscal había destinado más tropas hacia las montañas del este y oeste, y para esa tarea había elegido a sus mejores unidades. La milicia, los comandos del 1.er Ejército y los supersoldados serían los encargados de impedir que el enemigo rodeara la ciudad.

Las tropas regulares, la reserva y los civiles voluntarios se prepararon para la inminente batalla. Por más que los oficiales y algunos ciudadanos los arengaban para elevar la moral, el miedo y el nerviosismo se sentían en el aire. Los residentes de San Pedro y los habitantes rurales, acostumbrados a una vida de paz, armonía y prosperidad, de pronto, lucharían en una guerra que se hacía muy real contra un poderoso enemigo, que de seguro acabaría con la mayoría de ellos. Pero sabían que tendrían que pelear, para defender sus vidas y las de sus familias, y para evitar que la civilización y el desarrollo se terminen para siempre. Para evitar que triunfe el mal.

Para eso deberían enfrentar a la muerte, retarla. Eran conscientes de que sus vidas podían acabar en pocas horas, de manera muy rápida, o agonizando en intenso dolor. Los soldados dicen que nunca se pierde el miedo antes de una batalla. Sería inhumano no sentir miedo ante la posibilidad de recibir una bala o ser alcanzado por la metralla de un obús. Sin embargo, también afirman que, en algún momento, se llega a perder el miedo a la muerte. Después de cada combate, después de ver tantos muertos y en tales cantidades, de ver las horrendas heridas de guerra y los cuerpos desmembrados o calcinados, y también por acabar con las vidas de tantos hombres, poco a poco, el soldado se va insensibilizando ante la muerte.

A pesar del nerviosismo, los continuos retrocesos y la batalla por comenzar, las tropas regulares que se mezclaron con los civiles infundieron ánimo y coraje en estos últimos. Muchos compañeros de armas cayeron en alguna parte de la guerra, habían perdido mucho armamento, y además tuvieron que ceder mucho terreno; sin embargo, a pesar de todo esto, lo que les inspiraba confianza era que le causaron grandes bajas al enemigo, lo debilitaron enormemente, pese a los poderosos refuerzos recién llegados, y, lo más importante, era que confiaban en la dura batalla que les iban a presentar.

Después de esto ya no había opciones para más retrocesos tácticos. Luego de este punto la guerra se trasladaría a la metrópoli. Y eso no podía pasar. Por eso en los exteriores de la ciudad debían resistir. Aún eran un gran ejército, y ante lo peligroso de la situación, los soldados se preparaban para un combate a muerte, sin ceder un palmo más de terreno. Y, además, contaban con la ayuda de la mayoría de los habitantes de San Pedro, que lucharían codo a codo junto a ellos. Y, por supuesto, los soldados confiaban en que, si combatían con habilidad y coraje, la suerte podría ponerse de su lado nuevamente. Ese era su lado cabalístico. Algo que pasara en algún momento decisivo que cambiara las cosas a su favor. Para ello deberían continuar resistiendo. No existía otra manera.

Esa misma noche la artillería enemiga abrió fuego sobre las líneas de defensa del centro, contra las fábricas y edificios de los suburbios, y contra las murallas en los flancos. El demoledor martilleo duró hasta que salió el sol, y a pesar de que los cañones de la ciudad tampoco dejaron de disparar en ningún momento, por la mañana ya se habían abierto grandes boquetes en los muros. Los defensores se apresuraron a repararlos lo mejor que pudieron, sin embargo el enemigo continuó concentrando los disparos sobre esos mismos puntos, con el fin de facilitar el ingreso de sus tropas una vez lanzado el asalto principal, tal como lo habían hecho en las últimas batallas. Los habitantes en la ciudad vieron con asombro los destellos de los disparos y las explosiones que iluminaron el cielo sobre el valle, y escucharon con temor el estruendo de los cañonazos lanzados por ambos bandos durante toda la noche. Para el amanecer, la mayoría de habitantes habían sido evacuados a la zona norte de la ciudad.

Hacia el mediodía sus proyectiles alcanzaban los muros exteriores de la ciudad vieja, y al caer la tarde ya golpeaban con fuerza los barrios del sur. Las líneas fortificadas habían continuado recibiendo el grueso de los disparos enemigos, tanto en el centro como en los flancos, y las bajas de un día de combate ya superaban las cuatro mil entre muertos y heridos, sin haber realmente empezado la batalla final.

Muy temprano a la mañana siguiente, cuando aún la neblina cubría el horizonte, el enemigo inició el avance sobre la ciudad y sobre ambos flancos. Primero se acercaron caminando, protegidos por sus escudos, y cuando estuvieron más cerca, iniciaron la carrera entonando gritos de guerra. Las primeras oleadas cayeron rápidamente, pero a mitad de mañana ya habían logrado romper la primera línea en los flancos por varios puntos y entablaron un sangriento combate cuerpo a cuerpo dentro de las fortalezas y trincheras. El centro aún resistía, pero los flancos en las montañas tuvieron que replegarse hacia la segunda línea ante lo masivo del ataque. En esta, el enemigo también había abierto grandes boquetes por donde podrían entrar fácilmente, pero los cazadores, los comandos y los supersoldados se encargaron de detener el avance por algunas horas, con un altísimo costo en bajas.

Weiland y Hoth vieron con pena cómo las mejores unidades con las que contaban caían muertos en una desesperada batalla, y al ver que no iban a lograr resistir por mucho tiempo más, ordenaron el repliegue de los sobrevivientes hacia el centro, que aun resistía. El frente central no había cedido porque el enemigo no había enviado a sus mejores tropas contra la ciudad, sino que las había dirigido hacía los flancos en las montañas, utilizando una clásica estrategia de distracción. Por ello, habían logrado romper las líneas por los flancos, que a pesar de haber estado defendidas por las mejores tropas, eran a la vez las más vulnerables.

Ahora el enemigo se preparaba para avanzar alrededor de la ciudad para completar el cerco. Pronto, San Pedro estaría sitiado completamente, bombardeado de manera permanente, y con la incertidumbre de no saber cuánto tiempo duraría el encierro, cuántos más morirían, o si podrían escapar algunos pocos con vida.

La Última Guerra en la TierraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora