39. El prisionero

5 2 0
                                    


Weiland y Hoth entraron en la habitación donde dos soldados custodiaban al detenido, que se encontraba enmarrocado y sentado frente a una mesa. Pidieron a los guardias que los dejaran solos y ambos tomaron asiento. Lo miraron en silencio por algunos segundos. Habían planeado bien cómo iban a dirigirse al general rebelde, pero Weiland no se aguantó.

—¡Samsonov, maldito hijo de puta!

—¿Cómo está, general Weiland? General Hoth, buenas noches.

—Nos volvemos a encontrar después de muchos años, general Samsonov —le dijo Hoth.

—En efecto, muchos años han pasado ya desde que peleábamos en el mismo bando.

—Pero ahora nos ataca —le respondió.

—Usted lo sabe bien, general, así es la guerra. Los que antes fueron aliados, luego pueden convertirse en enemigos.

—¡Ha traído la muerte hasta nuestras puertas! —exclamó Weiland.

—Y lo más probable es que las pasen. La guerra ya está perdida para ustedes. Han llegado nuevos y poderosos refuerzos. Seguramente creyeron que nos detendrían en algún momento, pero no será así.

—Debe detenerlos. ¡Ahora mismo! —le increpó Weiland.

—No lo haré. No servirá de nada lo que yo diga ahora.

—¡Dé la orden!

—Eso no será posible. He perdido el comando. Ha ocurrido un motín. Los comandantes que han llegado en la segunda oleada ahora dirigen la invasión. Mis bravos soldados están muertos, todos. Por eso he sido capturado por sus hombres. Ahora estoy solo. No soy nadie.

—¿Quiénes dirigen ahora sus ejércitos? —preguntó Hoth.

—Señores de la guerra, con mucho poder y bien armados.

—Al final hizo buenas alianzas con el enemigo.

—Sí, así fue. Y no fue fácil reunir a estos ejércitos. Pero ahora he sido relevado del mando. Es como le digo, general Hoth, los que antes fueron aliados...

—¿Por qué se rebelaron contra ustedes? —lo interrumpió Weiland.

—Siempre desconfiaron de mis tropas. Al estar sanos, la diferencia entre ellos y nosotros era evidente. Una vez que llegamos hasta aquí, muy cerca de su ciudad, de su feliz refugio, ya no consideraron nuestra presencia necesaria para el resto de la guerra. Y acabaron con mis hombres justo antes de que los suyos me atraparan. De otra manera no les hubiera resultado tan sencillo.

—Aún puede detenerlos.

—No, general Weiland. Están muy cerca de invadir su ciudad y ganar la guerra. No se detendrán, habiendo llegado hasta aquí, después de un recorrido tan largo y penoso.

—¿Qué es lo que quieren?

—Simple. Medicinas y comida. Y, por supuesto, también oro.

—Contamos con todo aquello. Aún podemos negociar. No alcanzará para todos, pero quizás podamos ayudar a los menos enfermos, los que aún tengan oportunidad de curarse. Pero debe ordenar de inmediato que se detenga la marcha y se retiren fuera del valle —dijo Weiland.

—Ya es muy tarde para eso, general Weiland. Han matado ya a millones de los pobres diablos que traje hasta aquí. No creerán en sus promesas. Y como le repito, yo ya no estoy al mando.

—¡Debe intentarlo! Aún podemos negociar un alto al fuego.

—No lo harán. Quizás hubiéramos podido negociar antes, cuando aún tenía algo de poder, y de alguna manera me respetaban. Ahora ya es muy tarde. Lo mejor que pueden hacer es evacuar su refugio, si quieren salvar las vidas de su gente.

La Última Guerra en la TierraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora