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Autor Omnisciente

Podía escucharlos perfectamente. Los sonoros quejidos se incrustaban cruelmente dentro de sus oídos. El dolor ajeno se impregnaba en su pecho como una punzada ardiente. Su corazón no dejaba de palpitar con desespero y todo por culpa de sus almas unidas.

El gran amor en su corazón le estaba obligando a querer huir de su hogar, pero por mucho que lo intentara, le era prácticamente imposible. Su amada estaba sufriendo, sentía su dolor como propio y eso estaba llevándolo a un interminable sufrimiento doloroso. La incertidumbre del bienestar de su otra mitad le carcomía insistente la cabeza. Sus lágrimas eran escasas, pero esas pocas eran suficientes para que el poder de la gran estrella suprema, se comience a menguar.

Un par de ojitos grandes le miraban con clara preocupación. Estaban callados y no se habían apartado de ahí desde que llegaron. El mayor ya estaba a punto de comerse las cutículas cuando el menor le dio un manotazo suave. Y es que aún no podían creerlo:

¡El gran y poderoso Sol estaba deprimido!

Aquello no era posible, o al menos eso pensaban. El Sol era famoso por ser valiente y fuerte, todos mostraban su respeto a su presencia y lo tomaban como un ser bastante supremo, dejando sobre sus hombros el poder de dirigir o proteger a los mortales que ansiaban su ayuda. Su brillo comenzaba a tener fallas, al igual que su poder divino, su conexión con la tierra comenzaba a agotarse.

El Dios salió de su habitación, siendo seguido por los dos más jóvenes. Sus zapatillas resonaban con fuerza, en medio del enorme pasillo en el palacio. Estaba claro que quería escabullirse de su estrella para ir a la otra y poder besar a su mujer.

Con la inseguridad corriendo por las venas, fue el más pequeño de los tres, quien se atrevió a dar un par de pasitos, acercándose al mayor. Aclaró su garganta con suavidad y se preparó para hablar:

-Padre, ¿Se encuentra bien?

Los ojos del Sol se colocaron rápidamente sobre el pequeño. Trató de dibujar una sonrisa tranquila y llevó su mano hasta la mejilla del chico, dejando una mirada de reojo en el hermano del niño.

-Estoy bien, hijos míos. No más de lo que quisiera, pero definitivamente tengo la vitalidad suficiente para mantenerme de pie -aseguró sin borrar la mueca-. Por favor díganme, ¿cómo está ella?

El mayor de los chicos se acercó a dónde su padre y hermano. La tensión de su proximidad se volvió mucho más palpable cuando también tuvo que aclararse la garganta para poder responder.

-Madre... E-ella realmente se encuentra mal, padre -suspiró-. La maldición con la que fue desgraciada, está terminando con ella de manera tortuosa... Eh... Todo el tiempo llora, exige verle y nos duele tener que negarle su presencia.

El gran Dios exhaló con tristeza. Pescó la puente de su nariz con dos dedos y prontamente levantó la mirada decidida, exaltando brevemente a los dos chicos. Estos podían sentir el abatimiento en su aura, pero el brillo esperanzador en sus ojos, fue una situación completamente distinta. Estos tan hermosos y dorados como su propio mundo.

-Podemos salvarla -expresó en un murmullo que apenas fue comprensible.

No dijo más y el mayor se dirigió hasta la sala del trono. Se acercó al pedestal sagrado, donde invocó en su mano una daga de cristal ardiente. Una mágica llama de tonalidades rojizas danzaban libertinas por el contorno de la cuchilla. El hombre habló en un susurro volviéndose completamente imposible de escuchar. Elevó su mano por encima de la copa en el pedestal y finalmente, se atrevió a rasgar su palma, con el propósito de dejar que su sangre se acumule en el recipiente de oro.

MR. SUNSHINE || LEE FELIX Donde viven las historias. Descúbrelo ahora