Capítulo 23: Los Belikov

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Alec

Las etapas del duelo eran una mierda demasiado mala, lo suficiente como para ni siquiera deseárselo a mi peor enemigo.

Y por no me refería a perder a alguien, era la clase duelo en la que te dabas cuenta de que podían arrebatarte lo único que podías considerar realmente tuyo: la sensación de libertad.

Me miré al espejo, viendo mis ojos inyectados en sangre, sintiendo el fuerte dolor de cabeza que había experimentado en todo el viaje de regreso a casa, luego de haberme enterado la noche anterior de lo que mis padres habían decidido para mí por boca de Kamila.

Esperaba que la constante molestia en mi sien no se convirtiera en una jaqueca monumental, pero la tensión en mi mandíbula tampoco estaba ayudando demasiado a mi autocontrol.

Tuve que salpicarme la cara con agua, para poder disimular mi aspecto ansioso y los irregulares surcos que habían aparecido debajo de mis ojos. Las siete horas que había durado el vuelo desde la ciudad más cercana a San Jorge, hasta Moscú, no solo habían sido las más largas de mi vida, sino también las más asfixiantes.

Odiaba la podredumbre que desprendía el avión que mi padre compartía con algunos de sus socios, por lo que agradecí cuando el aire frío de la mañana me golpeó por primera vez al bajar por la rampa que me dejaba frente al elegante BMW que conducía alguno de los choferes de mi padre. Alguien, a quien recordaba vagamente como Sergei, se detuvo para abrir la puerta, dándome con cortesía un asentimiento de cabeza.

Yo me deslicé dentro, devolviéndole el gesto con una expresión neutral. En el primer segundo en el que estuve dentro, un fuerte chillido, como el de un gato degollado, logró sacarme de la especie de trance en el que había caído un par de noches atrás, tomándome por sorpresa.

La voz de mi hermana menor, Elena, se precipitó por todo el espacio, irradiando el estado de emoción normal que tanto la caracterizaba, y una vez una leve sonrisa se posó en mi rostro, sus delgados brazos me atrajeron a esta para uno de esos abrazos incómodos que tanto le gustaban.

—Parece que un quitanieves te ha pasado por encima, ¿o me equivoco, querido hermano? —dijo esta, con su evidente tono sarcástico, para romper la tensión.

—¿Necesito un mejor aspecto para la gran celebración? Siempre me gustó el estilo despeinado —anuncié con burla, reclinándome en el asiento con calma.

No sabía ni siquiera como podía mantener mi expresión neutral, era algo en lo que me había visto obligado a perfeccionar con los años para sobrevivir a nuestro entorno y que por desgracia en lo que mis hermanas no habían aprendido la lección.

—No necesitas mi compasión, siempre puedes negarte, ¿no? —murmuró, encogiéndose de hombros. Antes de siquiera responderle, deslice el soporte que dividía el auto e impedía que nuestro chofer pudiera escuchar alguna palabra de lo que estuviésemos diciendo.

La primera reacción que había tenido tras escuchar las palabras de Kamila, fue mostrarme escéptico, riéndome de esta en su cara, pero horas después me había salido el tiro por la culata, en el segundo en el que llame a mi padre y este me había comunicado sobre la decisión. No había sido una pregunta. Mucho menos una sugerencia.

Directamente, sus palabras se habían tratado de una exigencia. Usar a otro de sus hijos para conseguir alguno de sus objetivos, tal y como había hecho en su momento con Aleksandra al comprometerla con algún aristócrata de la alta sociedad para mantener la posición que de seguro tanto le aterraba perder, era otro de sus juegos de poder.

—¿Acaso pensaste que podría aceptar una mierda tan ridícula?

—Nuestro padre sabe como conseguir lo que quieres, Alec —me respondió con la mirada pérdida—. Tiene sus métodos y los conoces.

Psicosis: bajos instintosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora