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Alec
Brianna Ivanova era el diablo.
Uno que se pavoneaba con modestas faldas debajo de la rodilla, al cargar una docena de libros de texto sin protestar, como el puto perro faldero que era, sobre todo si se trataba de mi hermana, Aleksandra.
Y eso me hacía odiarla.
La había odiado los últimos diez años de mi vida, pero eso solo se había intensificado en los últimos tres. El sentimiento agridulce de ver a alguien demasiado feliz para ser real, como el seguimiento falso de un monólogo practicado que la chica había ensayado durante horas frente al espejo de su habitación.
Bri, como prefería llamarla, era el principio de mis pecados más profundos y el epítome de mis deseos más oscuros.
La causa subyacente de algo que no debía desear, pero que sin embargo, deseaba corromper.
La mocosa asustada que había llegado a la casa de mis padres en el momento que la suya se había perdido. Una recogida, como siempre les gustaba llamarla por los pasillos al azar, la obra de caridad que utilizaban para vigilar a Leksa y hacer que esta no se metiera en problemas, e incluso a mí.
Y eso la hacía un problema en mi camino.
—¿Alec? ¿No entrarás? —El jadeo de mi hermana logró sacarme de mi ensoñación, al mismo tiempo que despegué de mi oído uno de los auriculares que normalmente usaba en momentos como aquel para ignorarla—. Sé que sigues molesto conmigo, y te dije que lo lamentaba, ¿no?
Forcé una sonrisa en su dirección y esta hizo un puchero, enviándome una de sus miradas de cachorro que unas semanas atrás aún me hubieran convencido de su fingida inocencia.
Para su decepción, o la mía, ya no.
—Vete a la mierda, Leksa —le contesté.
No aguantaba aquella conversación y no entendía el porqué me había citado tan temprano en aquel lugar, por lo que sin escuchar sus objeciones, volví a colgar sobre mi hombro la mochila que utilizaba todas las mañanas. Cuando se quedó sin decir más, me volteé para caminar.
Antes de que hubiese logrado girar por completo, vi como esta le dio una larga mirada de reprimenda a Brianna, quien con una rapidez casi fantasmal se disculpó de inmediato.
Siempre se reducía a lo mismo. Durante más de quince minutos había permanecido a un metro de distancia detrás de Leksa; esa había sido su rutina durante los últimos casi cuatro años que llevábamos como estudiantes en la academia San Jorge, un jodido internado católico para adolescentes que debían acercarse a la gracia de Dios por petición de sus padres, aunque a mi parecer se sentía más como un lugar desolado, abandonado por el mismo, donde personas torturadas disfrutaban haciendo la vida de todos más frustrada para sentirse bien.
Seguí alejándome, ignorando las quejas de mi gemela, sabiendo después que pagaría toda su rabia y ponzoña contenida de las últimas semanas con su compañera de cuarto, como lo venía haciendo desde siempre, aunque los últimos días solo se había intensificado cuando esta había sido delatada por la chica al contarle a mi madre que la había encontrado consumiendo marihuana.