~ CAPITULO 27 ~

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Se movía entre las sombras vestido de negro. Adoraba la noche y sumergirse en su oscura boca para perderse en ella y así pasar desapercibido. Hasta sus ojos parecían haberse acostumbrado a ver en la oscuridad, al igual que los gatos. Era muy parecido a un felino astuto, de movimientos gráciles, serpenteaba entre las sombras, prefería la noche al día. Disfrutaba mientras tanta gente dormía, se sentía dueño del mundo y de las tinieblas que lo rodeaban. Su cuerpo, vestido de negro por completo, se movió con sigilo a través de los árboles. Observó con detenimiento la caseta de seguridad que despedía una tenue luz nacarada. Desde su interior le llegaba el sonido de una radio encendida en donde el locutor hablaba de deportes y comentaba, apesadumbrado, la mala racha que habían tenido los Grizzlies de Fresno en la última temporada.
Se acercó a la caseta casi en silencio, parecía que sus pies se deslizasen por la hierba, la tocaban apenas. Oculto detrás de la columna de cemento que flanqueaba la reja de hierro, levantó un poco la cabeza para observar mejor.
El guardia estaba muy cómodo recostado en su silla con los pies cruzados sobre el pequeño escritorio pegado a la pared. Estaba demasiado entretenido con una revista, donde exuberantes señoritas mostraban sus atributos físicos en llamativas fotos de colores, como para prestar atención a nada más. Mucho menos a las sombras que se recortaban bajo la luz de la luna. Se arrojó al suelo y se arrastro hacia la reja. Cuando se puso de pie nuevamente, solo la gorra del oficial se asomaba a través de la ventana de la caseta de seguridad. Atravesar aquella fortaleza de hierro era la parte más difícil de su plan pero una vez que lograse sortear aquel obstáculo ya nada lo detendría. Tan solo unos pasos lo separaban de ella.
Sus manos enguantadas se aferraron con fuerza a los barrotes como si fueran garras. Comenzó a escalar y con la fuerza de sus piernas, logró darse un empujón y llegar hasta la parte más alta. Se detuvo un momento, la cámara de video no tardaría en girar hacia donde se encontraba él; le tomaría solo unos segundos captar su imagen y transmitirla a los monitores de seguridad. Debía saltar antes de que fuera demasiado tarde. Cruzó las piernas por encima de la reja y sin dudarlo se arrojó al suelo; contuvo una maldición y con un rápido giro logró desaparecer de nuevo entre las sombras. El ruido de su cuerpo, que golpeó contra el suelo de hormigón, había llegado hasta los oídos del distraído guardia, y este se levantó de su silla de inmediato y perdió el equilibrio al hacerlo. Se quitó la linterna que colgaba de la presilla de sus pantalones y abandonó la seguridad de la caseta.
Dirigió la luz hacia la reja pero no había nada. Alumbró luego hacia la zona más boscosa, pero solamente aparecían los árboles. Se quitó la gorra y se rascó la cabeza.
«Tal vez solo ha sido un mapache hambriento», pensó, y apagó la linterna y volvió a la caseta. Revisó los monitores que mostraban imágenes de la entrada y de las calles internas que conducían a las propiedades dentro del complejo pero no había nada. Todo parecía estar en absoluta calma.
Calma absoluta era la sensación que lo embargaba en aquel momento; sabía que luego llegaría la exaltación, la emoción de tenerla cerca. Respiró hondo unas cuantas veces y se dirigió a la parte trasera de su casa. Sería fácil entrar; sabía que aquellas casas no contaban con alarmas individuales, sus dueños confiaban en la seguridad que les brindaba vivir en un lugar apartado y cerrado como aquel. Encontró la pequeña claraboya que daba al sótano sin problemas. Había estudiado los planos de aquellas casas y conocía perfectamente cada detalle. No era demasiado grande, pero sí lo suficiente como para que él pasara a través de ella. La empujó e introdujo primero las piernas, se asió de los bordes con ambos brazos y de un pequeño salto fue a parar al suelo del sótano. Por suerte un cesto de ropa sucia amortiguó su caída y encubrió cualquier ruido extraño. Se puso de pie y observo el lugar. El sótano estaba en semipenumbra, alumbrado solo por la poca luz que arrojaba la luna a través del cristal de la claraboya. Reinaba un completo silencio, pero él sabía ser también silencioso. Caminó hacia las escaleras y comenzó a subir los escalones de uno en uno, lentamente. Cuando por fin llegó hasta la puerta se detuvo un instante y apoyó una mano contra la pared.
No podía creer que después de esperar tanto tiempo finalmente la vería. Los cuatro años de sufrimiento y agonía por haberla perdido darían paso a la alegría de tenerla otra vez para él. Cruzó el umbral de aquella puerta y atravesó la cocina con dos zancadas. Sabía que había dos habitaciones en la parte alta de la casa y que estaría durmiendo en una de ellas. Debía seguir sus instintos para dar con la correcta. Siempre lo había hecho y nunca le habían fallado. La sala era tal como se la había imaginado. Sus manos cubiertas por un par de guantes negros recorrieron la suave tela de los sillones y se la imaginó sentada allí, leyendo un libro, en una noche de invierno, mientras el fuego crepitaba en la chimenea. Él estaría sentado a su lado, la contemplaría, la tomaría de la mano y le repetiría, una y mil veces, lo mucho que la amaba.
El corazón se le subió a la garganta cuando escuchó ruidos en el piso de arriba. Una de las puertas se abrió y tuvo apenas un segundo para esconderse detrás de la biblioteca. Una mujer morena y algo excedida en su peso bajó las escaleras con el cabello revuelto en lo alto de la cabeza mientras lanzaba un par de bostezos. La vio perderse en la cocina y luego regresar con un enorme vaso de leche en una mano y una caja de galletas de chocolate en la otra. Desde su escondite pudo observar con claridad en cuál de las dos habitaciones había entrado y así dedujo cual era la que ocupaba ella.
Esperó hasta que esa puerta se cerró y, con cautela, comenzó a subir la escalera. Cada peldaño lo acercaba más a ella y cualquier intento de acallar los latidos de su corazón fue en vano. Se detuvo ante su puerta y sostuvo la manilla entre las manos. La calma se había convertido ya en excitación; la frialdad, en euforia. Abrió la puerta lentamente y la cerró tras de sí. La habitación estaba a oscuras y la luz que entraba por la ventana iluminaba su silueta en la cama. Dormía muy plácida, cubierta con las sábanas. Su cabeza reposaba sobre la almohada y respiraba con lentitud. Si extendiese la mano, podría tocarla, matar la ausencia que había padecido durante esos cuatro años.
Destruir la distancia que los había mantenido separados, cuando su destino era estar juntos hasta la misma eternidad. Respiró hondo y cerró los ojos cuando su perfume llegó hasta él. Ella se movió inquieta en la cama y dio media vuelta; entonces, la sábana se deslizó hasta la cintura y desveló lo que los había unido durante todos esos años. El nudo celta permanecía intacto y se dejaba ver debajo de la prenda de algodón que ella llevaba. Frenó el impulso de acercarse y tocarla para asegurarse de que era tan real como la había soñado. Ansiaba tocarla y sentir la suavidad de su piel de nuevo, pero no había ido a eso. La misión que lo había llevado hasta su casa, aquella noche, era por completo diferente. Ni siquiera se detuvo a pensar si sería sencillo o no llevársela de allí sin ser visto. No había ido a llevársela; solo estaba en esa habitación para recordarle que él existía, que estaba a su lado en todo momento, aunque no lo supiera, y que jamás permitiría que ningún hombre se acercara a ella. Se metió la mano en uno de los bolsillos internos de la chaqueta de piel negra que llevaba y sacó un ramillete de flores. Acomodó sus pétalos azules un poco aplastados y lo colocó sobre la almohada, junto a su rostro. Se quedó cerca un instante para escucharla respirar. Su misión estaba cumplida. Sin embargo, le lastimaba dejarla. Le dolía que ella no hubiera abierto los ojos y hubiera extendido sus brazos para darle la bienvenida que él se merecía. Ya habría tiempo para todo eso cuando, por fin, estuvieran juntos nuevamente. Sabía ser paciente y esperaría por ese momento mágico el tiempo que fuera necesario.
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—¿Has dormido mal? —preguntó Rachel aquella mañana mientras revisaba algunos detalles del caso.
Kendall se masajeó el cuello con movimientos circulares pero nada lograba calmar el dolor que punzaba con insistencia dentro de sus músculos.
—Este dolor me está matando.
—Demasiadas tensiones, Kendall —sentenció Rachel y se acomodó el pelo detrás de las orejas—. Deberías relajarte un poco.
¡Cómo si fuera tan sencillo hacerlo! Pensó malhumorado.
—¿Qué has conseguido del laboratorio?
Ella lo miró resignada; al parecer no pensaba darse, ni siquiera, cinco minutos de pausa.
—Nada importante, no se hallaron huellas salvo las de la mano de un niño; parece como si esa maldita caja estuviera inmaculada.
—¿Has podido averiguar quién las vende?
—No conseguiremos nada por ese lado. Según los del laboratorio es una caja fabricada de forma artesanal —explicó.
Kendall rió con sarcasmo.
—¿Quieres decir que nuestro asesino es, además, un artesano al que le gusta hacer sus propias manualidades?
—Así parece; aunque seguramente construyó él mismo la caja para que no lográsemos rastrearla.
—Sí, seguro.
—Schmidt, acaba de llegar esto para ti. —Un oficial le entrego un par de sobres y volvió a desaparecer detrás de la puerta.
—¿Qué tienes ahí? —preguntó intrigada su compañera.
—Dos entradas.
—¡Bueno, veo que vas a seguir mis consejos y saldrás a divertirte un poco!
Kendall se puso serio y le entregó las entradas para que ella misma las viera.
—Son entradas para el partido de los Falcons para este fin de semana. —Lanzó un soplido mientras las volvía a guardar en el sobre—. Solo es trabajo, Kendall.
—¿Qué esperabas? ¿Entradas para el cine, o tal vez el teatro?
—Pues sí, por qué no. Deberías desconectar un poco del trabajo, apuesto que el cuello te dolería menos.
—En cuanto lo atrapemos y toda esta pesadilla termine, te prometo que me tomaré unas vacaciones. —No le había mencionado nada pero pensaba tomar su pequeño barco que lo esperaba en la bahía de San Francisco, salir a navegar y perderse, al menos unos días, en la profundidad del océano.
—¿Tienes idea de cuantos adolescentes habrá en ese partido de hockey?
—Pelirrojos, no muchos —respondió con soltura Kendall mientras subía las piernas encima del escritorio—. Vamos a tener suerte, Parker. ¿No eres siempre tú la que dice que tenemos que ser un poco más optimistas?
Rachel lo miró directamente a los ojos y Kendall percibió el cansancio en ellos.
—Sabes que si no fuera así terminaríamos metidos en un hospital envueltos en una camisa de fuerza. —Se detuvo de inmediato al darse cuenta de lo que acababa de decir.
Kendall percibió su embarazo.
—No te preocupes.
—Lo siento, Kendall. Sabes que no me refería a... —¡Dios! ¿Por qué a veces no se limitaba a cerrar su enorme bocaza?
—Te he dicho que lo olvidaras.
Rachel asintió y volvió a concentrarse en el papeleo. Había metido la pata, había actuado con el mismo tacto de una mula al mencionar aquello. Casi nunca hablaban del tema del padre de Kendall. Ella sabía que él lo visitaba una vez a la semana en la clínica donde estaba internado desde hacía unos años y que cada vez que iba, regresaba peor. Siempre dejaba que fuera él quien mencionara algo al respecto, pero podía percibir cuánto dolor le provocaba ver a su padre en aquel estado después de haber sido, durante tantos años, no solamente uno de los mejores policías de la ciudad, sino su héroe desde que era niño. El mismo Kendall le había contado que había elegido ser policía como una manera de honrar a su padre. Una ironía lo obligaba a ser testigo de cómo ese hombre, a quien siempre había admirado y respetado, se apagaba irremediablemente encerrado en aquel lugar.
Leía distraída unos papeles y, de vez en cuando, alzaba la vista para observarlo. Parecía estar atento a la pantalla de su portátil pero seguía con la mirada triste. Le habría gustado levantarse de su lugar, ir hasta él y darle unas cuantas palmaditas en el hombro para demostrarle su apoyo solo con aquel silencioso gesto.
Estuvo a punto de hacerlo, pero en ese instante la puerta se abrió con violencia, y _______ Carmichael entró como un torbellino a la oficina.
Kendall abandonó su silla de un salto y se quedó perplejo cuando ella se arrojó desesperadamente a sus brazos.
—¡_______! ¿Qué ha sucedido?
—¡Ha estado en mi casa!

NO ME OLVIDES -ADAPTADA TERMINADA- KENDALL SCHMIDTDonde viven las historias. Descúbrelo ahora