XIV: La carta

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En los dos días que transcurrieron, en lo único en que pudo pensar Harry fue en cómo llegó a parar ahí, en el calabozo de un rey maldecido, si es que sus dedos de oro no fueron productos de un hechizo. Su mente era un huracán, el cual intentaba tranquilizar recordando Sekgda, el plan que habían organizado él y San. El mercenario no había dado rastros de su presencia en el palacio, pero suponía que se debía a que, en estos momentos, se encontraba buscando a sus contactos, preparando el barco que los regresaría a casa. En la espera, Harry invocaba una imagen lo suficientemente convincente para él de sus tierras, de la nieve y del olor a té y avena con leche, pero cada recuerdo se desvanecía y en reemplazo aparecía Louis con su mano alzada, convirtiendo al desertor en oro.

Se estremecía cada vez que creía tenerlo en frente otra vez, sus ojos azules, tan fríos y desolados clavados sobre él. Si existía una manera de quitarlo de encima, la tomaría sin importarle el costo. Necesitaba estar libre otra vez, sin saber nada de esta gente, de sus maldiciones y de la bruja que buscaban, pero... el sacerdote. Harry se había recostado en la cama que había en el calabozo, sus ojos abiertos mientras recordaba lo que ese sacerdote había dicho cuando le tocó las mejillas con sus manos suaves. Había sentido una corriente tibia envolverlo, sus pies adormecidos, voces hablarle deprisa en los oídos en forma de susurros insistentes. No tenía idea de qué habría visto ese hombre, pero sin duda tenía relación con la profeta.

—¿De qué está hablando? ¿Prepararme? ¿Para qué?

—Ella...

—¿Para quién?

—Ella.

Ella. Cual ella.

No había sentido, no había nada que a Harry le dijera de quien hablaban, a quien se referían, una pista o un dato. Él no tenía problemas con ninguna mujer. Y lo que ese hombre con líneas en su cuerpo, rojizas como la sangre, había dicho, solo se debía a una cosa: locura. Todos esos elfos eran extraños y locos.

Su padre nunca le comentó algo con respecto a eso, jamás nombró magia o poderes que provinieran de Nymeria. Gaelen tampoco lo hizo. Tal vez porque ninguno había ido a ese reino en su vida, o porque no encontraban necesario decírselo. Sí, debía de ser eso. Miró a Ivory en ese momento, él dormía en otra cama en el otro extremo, cubierto por una manta roñosa y oscura. Estaba deprimido y el sueño atacaba más de lo usual su cuerpo, al igual que con los otros chicos.

No había ventanas en ese sitio, pero las velas que estaban puestas en pedestales cerca de la pared lograban iluminar lo suficiente para distinguir a los otros omegas en otras celdas, junto a otras personas que Harry nunca había visto en su vida. Delincuentes, mujeres con el cabello enmarañado y hombres delgados con uñas largas. Todos ellos ocupaban las ultimas celdas y cuando los habían llevado ahí abajo, no tardaron en aullar y reírse de ellos.

La piel se le puso de gallina. Esos presos eran mucho más escalofriantes que los elfos que los capturaron.

Unos pasos se hicieron oír en la lejanía, Harry se sentó en la cama, viendo una silueta delgada acercarse por el suelo. Se puso en pie y acercó a los barrotes. Una mujer apareció por el túnel subterráneo cubierto de piedra rojiza como el fuego. Los calabozos se encontraban ahí, bajo tierra, sin sol, sin aire, sin nada, y peor, había más calabozos mucho más abajo, para personas que cometían delitos peores que robar. La chica tenía el cabello rubio y ojos de un color turquesa. Era una elfa alta, delgada, con dedos largos y orejas puntiagudas llenas de finas cadenas de plata como pendientes. Usaba un vestido suelto que ocultaba sus pies de un tono marrón y, encima, llevaba un delantal blanco. Se detuvo en la celda de Harry, sosteniendo un bolso mientras en la otra mano un balde con lo que supuso era agua tibia.

The king's touch (l.s)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora