(Se recomienda leer después de Hasta que las estrellas dejen de brillar pero no es necesario para entender la historia).
Cualquiera que ve a Allan White piensa que su vida es perfecta y que no hay dolor en su corazón, pero la verdad es que solo fin...
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«Su madre. Su madre. Su madre».
—Eso no es cierto. Tú no tienes una hermana.
—Tenía. Hasta que llegaron ustedes. —Su mandíbula se tensa—. Le dije que debía acabar con el embarazo apenas le diagnosticaron cáncer pero se negó. Dijo que no podía hacerlo. Que prefería morir antes que hacerlo. Y así fue. Murió luego de que ustedes nacieran. Y fue su culpa.
No puedo respirar. Estoy muriendo. Estoy soñando. Es una pesadilla.
—No… —Marcos balbucea—. Eso no es cierto.
—Lo es. No son mis hijos, son mis sobrinos. —Su rostro se contorsiona con rabia—. Aunque preferiría que no tuvieran nada que ver conmigo.
—¿Por qué nos cuidaste entonces? —pregunta Marcos.
Cuidarnos. No nos cuidó, nos despreció toda nuestra vida y la razón… la razón…
—No había nadie más que pudiera hacerlo y le prometí a Isabel que lo haría.
—¿Y nuestro padre? Nuestro… —Marcos se toma un momento antes de decirlo— ¿Nuestro verdadero padre?
—Jamás lo conocí. Sé que Isabel lo conoció en un viaje a Estados Unidos, que era un pobre idiota sin futuro. Sé que no luchó por ella.
—Su nombre —hablo por primera vez en mucho tiempo—. Dinos su nombre. Debes saber…
—Bill. Su nombre es Bill Stanford.
El mundo se relentiza. Dejo de escuchar, de ver, de pensar. Bill. Oh, por Dios. ¿Bill es mi padre? El mismo Bill que me habló de su gran amor, de la chica que solo pasó un verano con él, que luego se fue porque eran muy diferentes. El mismo Bill que me dio chocolate y me dijo que endulzara la vida.
Esto no puede ser. No. No puede ser cierto.
Marcos está hablándome pero no lo escucho. Todo lo que hay en mi cabeza es Bill. Bill, Bill, Bill.
E incluso cuando todo se vuelve negro, su nombre sigue repitiendose en mi cabeza.