DIEZ

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Rebecca siempre había sido una niña un poco inestable. O así es como preferían llamarla los orientadores de los colegios por los que pasó. Y los psicólogos a los que acudió. Incluso sus padres murmuraban esa palabra a veces cuando creían que Becky dormía y ella -y su inestabilidad- se escapaban de la cama en mitad de la noche.

Pero Becky no era inestable. Becky era simplemente Becky.

Becky con seis años escalaba árboles, atravesaba ríos llegando llena de barro a casa, y recogía todo tipo de animales que se encontraba por la calle. Ella tenía que salvarlos; era su misión. La misión de su madre por el contrario era echarlos a todos y regañar a Becky durante horas intentando convencerla de que acabaría cogiendo la rabia a fuerza de recoger hurones extraviados y meterlos bajo su cama.

Pero a Becky le daba igual la rabia. Porque Becky era una niña feliz y tenía una misión. Una misión que al parecer ningún adulto entendía, así que aquella niña de enormes ojos marrones asumió que guardar secretos tal vez no era una mala idea después de todo. Así no tendría que darle explicaciones a nadie. Si nadie sabía, nadie podría impedirle nada.

Y aquella niña -inestable- fue creciendo. Y aquel carácter lleno de luz fue cobrando otros matices propios de la adolescencia. La relación con su madre era bastante complicada, y para cuando Becky cumplió los dieciséis años, era prácticamente nula.

Pasaba la mayor parte del tiempo con su abuela, en aquella casa cerca del río a las afueras de la ciudad. Siempre le había gustado pasar tiempo en aquella casa; poder salir y en un par de minutos estar en la orilla de aquel sin fin de agua corriendo de manera incesante e incansable. Siempre se había sentido fascinada por el agua.

De pequeña solía meterse hasta las rodillas - para desgracia de su madre - para buscar salamandras y peces, y aunque aquel río estaba frío como un témpano, ella siempre soportaba aquel dolor momentáneo hasta que sus extremidades inferiores terminaban por dormirse y dejaban de doler. Y eso era lo que Becky llevaba rumiando varios meses. Podría sonar a cliché tal vez; una madre poco cariñosa y demasiado estricta. Un padre relativamente ausente que terminó por distanciarse de una hija que nunca se esforzó por conocer. Una adolescente atormentada porque tal vez - y sólo tal vez - estaba sintiendo cosas un poco extrañas por una de sus amigas. Nada realmente importante, nada claramente irreversible, nada definitivamente trágico. Pero aún así, ahí estaba Becky, mirando correr el agua del río pensando cómo sería sumergirse entera, sentir todo ese frío y todo ese dolor hasta dejar de sentirlo y simplemente flotar; flotar y alejarse.

Flotar y no sentir.

Pero entonces recordaba a su abuela. Ella no se merecía aquello. Volvía su cabeza hacia la casa y a veces la veía caminando por el jardín. En algunas ocasiones con Patty, esa amiga suya de toda la vida con la que cada jueves iba a ese club de lectura tan extraño al que asistían uniformadas con una camisa roja de cuadros que Becky jamás entendió. ¿Quién se pone un uniforme para leer? Y entonces Patty le contaba a Becky historias sobre otros mundos y sobre cómo el tiempo realmente no existía. Que todo era una espiral enorme sin principio ni final. Le contaba cómo podíamos existir aquí y allá, en alguna parte. Cómo nuestras decisiones iban determinando sin quererlo nuestro futuro, y cómo a veces existía un punto de inflexión que lo cambiaba todo.

Becky se preguntaba seriamente de dónde sacaba aquella señora -que regentaba una pequeña floristería- todas aquellas teorías sobre realidades paralelas y decisiones trascendentales. Incluso llegó a pensar que plantaba cosas ilegales en aquel negocio. Cosas que podían consumirse; lo que explicaría ciertamente esos pensamientos. O tal vez eran los libros sobre universos paralelos que leían en aquel club literario. Pero aún así, y bajo la sospecha del consumo regular de estupefacientes, le gustaba Patty. Aquella mujer acompañaba a su abuela y aliviaba la soledad de aquella casa que se hacía más grande cada año que su abuelo faltaba y cada vez que su padre se retrasaba otro mes más en visitarla porque no estaba en su lista de prioridades. Ella se iba haciendo más pequeña, y aquellas paredes más altas. Y Becky hubiera dado cualquier cosa por levantar a aquella mujer hasta el techo con sus propias manos. No, ella jamás abandonaría a su abuela.

Pero Becky no contaba con que fuera su abuela quien la abandonara.

Dos años después, cuando el invierno llegaba a su fin, ella se hizo aún más pequeña de lo que ya era. Y aquellas paredes se hicieron tan altas que las ventanas se perdían en la lejanía, dejando aquellas habitaciones que siempre habían estado bañadas de luz en una oscuridad pesada y triste. Becky quería romper los muros; atravesar los ladrillos con sus propias manos y llenar de agujeros el salón donde se acostaba en la alfombra a ver la televisión, la cocina donde veía a su abuela tomarse su café cada tarde en aquel vaso pequeño de cristal aunque tuviera veinte juegos de tazas diferentes, el dormitorio donde durmió con ella todas las noches que no podía soportar quedarse en casa y acababa rendida a su lado después de llorar. Quería destrozar las paredes y que entrara la luz. Quería que el sol cayera sobre su abuela y la hiciera crecer de nuevo, como si fuera una flor que ansiaba recibir la calidez del exterior después de mucho tiempo. Necesitaba que su abuela no se fuera, que no se marchitara. Pero aunque hubiera destruido aquella casa con una excavadora su abuela se habría ido igualmente. Ni siquiera el sol habría impedido aquello. Y ahora ya no estaba.

Becky se desconectó de toda realidad. Ni siquiera su madre le afectaba en lo más mínimo. Estaba enfadada, triste y perdida. Pero sobre todo enfadada. Enfadada con su madre porque no podía buscar consuelo en ella. Enfadada con su padre por no apreciar a su abuela lo suficiente como para no hacerla sentir abandonada y por haberla hecho sentir a ella abandonada como hija. Estaba enfadada con su abuela por haberla dejado sola. Estaba enfadada con Patty porque después del funeral se marcharía a otra ciudad y también la dejaría. Estaba enfadada con el universo, con la realidad que le había tocado afrontar, con la vida, con la muerte. Con ella misma. No se aguantaba a ella misma. No le cabían en el pecho tantos malos sentimientos. Y la pena; por Dios la pena era como un gusano que se iba comiendo sus órganos lentamente. Haciendo que cada día sintiera más partes de su interior vacías como una cáscara de nuez hasta el punto de escuchar el eco de los latidos de su corazón en su pecho y en su cabeza; como si estos rebotaran contra la más absoluta nada.

El sol brillaba insultante en el cielo mientras el ataúd de su abuela terminaba de encajar en aquella pared blanca y enorme. Becky estaba empezando a odiar las paredes altas. Realmente estaba empezando a odiarlo todo. Incluso ese sol que tanto necesitó que ayudara a su abuela ahora le parecía una burla acompañándola en su despedida. Tenía el ceño fruncido. La mirada en el suelo y los brazos cruzados sobre el pecho. No quería hablar con nadie, ni mirar a nadie. Estaba tan molesta con todo que incluso el llanto de las personas que la rodeaban le resultaba una tortura. -No tenéis derecho a llorar por ella. Solo yo tengo derecho a llorarla. Yo la quería más que nadie. Soy yo la que se ha quedado sin ella ¿entendéis?- Y aún así, ni una lágrima había caído por las mejillas de Becky desde que su abuela se fue. Y eso también le molestaba muchísimo. No servía ni para llorarla.

Patty la miraba de lejos con su corazón golpeando contra sus costillas. Nadie debería atravesar ese dolor de aquella manera y sin embargo, ella también se iría. Miró una vez más la pequeña bolsa de tela que llevaba en la mano y se armó de valor para acercarse a la chica que se mantenía alejada de todos en aquel cementerio.

Sabía que Becky estaba enfadada con ella, y esperaba que algún día entendiera que ella también se había quedado sola, y que nada la retenía en aquella enorme ciudad que se comía las almas. Que deseaba volver al lugar donde nació, a aquel pequeño lugar al sur donde podría reabrir la antigua floristería de sus padres para los años que le quedaban hasta retirarse. Quería que Becky entendiera que se marchaba, pero que eso no significaba que la abandonaría. Eso jamás sucedería.

Se acercó lentamente, no hizo falta hablar porque ellas ya se lo habían dicho todo. Patty le dió aquella bolsa a una Becky rota y perdida, que la cogió y sacó la prenda que había en su interior. La camisa del club de lectura de su abuela. Aquella camisa roja de cuadros que para nada podría pasar por un atuendo de ancianas aficionadas a las novelas de ciencia ficción. La anciana se la entregó a Becky, como muestra de que ambas siempre permanecerían unidas por el recuerdo de su abuela. Y entonces Patty se fue, dejando a Becky allí con la camisa en la mano pensando de nuevo en cómo sería flotar en el frío y dejar de sentir.

Tal vez ahora podría comprobarlo. 




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LEJOS  DE  ERIS  • FreenBecky •Donde viven las historias. Descúbrelo ahora