Se alegró de poder regresar a casa caminando, considerando que debía moverse con ayuda de una muleta por algún tiempo más. El proceso para el alta había sido engorroso y Emma había hecho un excelente trabajo manteniéndolo ajeno del ajetreo. Estar veinticinco días en el hospital (sin contar los días previos a su despertar), luchando contra la resistencia de las infecciones en sus pulmones y las heridas de su espalda había hecho estragos en el ánimo y los nervios de Giulio. Sólo había deseado salir sin importar si tenía o no a dónde llegar.
Sus amigos, Crisonta y Fátima habían sido visitantes asiduos durante su convalecencia mayor. Emma había estado gran parte del tiempo a su lado, convirtiendo el sillón para las visitas en una pequeña oficina en la que había maniobrado maestramente documentos, papeles, carpetas, su celular, una tableta táctil y una computadora portátil al tiempo que repartía su atención en hablar con Giulio cuando lo veía con ánimo y en acompañarlo a comer cuando las enfermeras interrumpían la tranquilidad con sus bandejas cargadas de comida sin sabor y sus bebidas desabridas.
Después de la noticia de lo ocurrido con Lucilla, sin embargo, el apetito de Giulio había fluctuado hasta casi desaparecer y había gastado vergonzosamente cada uno de sus momentos a solas en ceder ante un amargo llanto que había sido incapaz de contener y que solía drenarlo emocional y físicamente. No sólo Lucilla había muerto sin él a su lado para sujetar su mano mientras alumbraba al hijo de ambos, sino que ese mismo niño, que Giulio jamás podría conocer, había quedado solo, en la orfandad. Había sido criado por los padres de Lucilla sin duda alguna, y había llevado el apellido de ellos y no el de Giulio porque ni siquiera Akantore había quedado con vida para poder reconocerlo y alguna vez contarle sobre Giulio.
Pensar en cómo había sido criado, si alguna vez le había faltado algo, si había sido tratado bien, si le habían dado buena educación o si lo habían querido lo atormentaba. Imaginarlo llorando, solo, ignorado por quienes lo veían como producto concebido por una relación pecaminosa lo hacía sollozar sin control. Se culpaba por no haber sido más responsable, por haber sido tan cobarde, por no haber tomado a Lucilla por esposa en cuanto la había visto regresar a casa, desenlazada del hombre que le había sido elegido erróneamente como su marido y que el destino había arrebatado de su lado.
Se preguntaba si aquel niño, de rasgos compartidos entre Lucilla y él, alguna vez había sabido quién había sido su padre, si había tenido algún recuerdo de él o había sido criado con mentiras para evitar la curiosidad de sus preguntas.
Se imaginaba, pensaba y se preguntaba tantas cosas que desde que había recibido la noticia del embarazo y posterior alumbramiento de Lucilla su mente solía ausentarse y los médicos habían recomendado a Emma la ayuda de un terapeuta. Giulio los había escuchado vagamente, sin ánimo para preguntar a lo que se referían. Los había dejado medicarlo, tratarlo y manipularlo tanto como habían querido, y había agradecido infinitamente el día que le habían dicho que podía abandonar el hospital.
En el nuevo departamento en el centro de Artadis, que en verdad era amplio y hermoso, lo recibieron sus amigos, también Fátima y Crisonta, que lucían tan distintas una de la otra y eso no había impedido para que congeniaran enseguida.
Era un lugar de colores claros, con una sala enorme, una cocina separada del comedor por una barra mucho más larga que la de su departamento anterior, un refrigerador de aspecto metálico en el que se podría meter un cerdo entero a congelar, un desnivel con escaleras que conducía hacia un pequeño segundo piso donde había una repisa en forma de medio cuadro repleta de libros, cuadros y un escritorio con una computadora, y un pasillo con seis puertas. Tres de esas eran habitaciones de descanso, la otra era un baño, según le habían dicho Marice y Tomello; un cuarto de lavado y un almacén.
La habitación que había sido designada para él tenía un pequeño estudio anexado hacia el que se accedía mediante una puerta instalada en el rincón del fondo, cerca de un balcón con un amplio ventanal que estaba abierto y por el que entraba una corriente de aire cálido proveniente de las montañas, y un baño con regadera que podría usar únicamente él.
Además de la alegría de reunirse una vez más con las personas que ya consideraba sus seres queridos, la segunda sorpresa más importante de ese día fue Bodegón. El gato había perdido peso al igual que Giulio, aunque seguía luciendo peludo. Lo encontró dormido en su cama, sobre su mochila, que alguien había dejado encima de la colcha. No bien Giulio lo llamó, el dulce felino alzó la cabeza y bajó de un salto para correr hacia él, chillando con maullidos roncos. Fue Emma quien se agachó por él para acercarlo a Giulio, que continuaba con un brazo menos debido al inmovilizador de su hombro.
Ese día era uno de celebración y Giulio intentó estar a la altura cuando todos se sentaron a la mesa. Sonrió cuando fue necesario y se rio en los momentos precisos, luchando por hacer oídos sordos a la culpa que continuaba susurrando preguntas impiadosas sobre los momentos de felicidad que habría tenido su hijo, y se distraía, rogando al cielo por que los señores Daberessa le hubieran dado su amor incondicional y no su odio ni su desprecio si alguna vez lo culparon por la muerte de su hija.
—¿...mento?
—¿Eh? —balbuceó Giulio al notar que Fátima le había preguntado algo. No fue la única que lo miró con preocupación y eso lo incomodó—. Discúlpame, estaba... me distraje pensando que... —Miró a lo ancho y amplio del departamento—. Creo que las paredes tienen... necesitan uno o dos cuadros para lucir mejor. Se ven muy desnudas.
—No te preocupes, cariño. Es justamente sobre eso que pregunté —le sonrió Fátima—. Es un lugar muy bonito. Pronto lo acondicionarán y lo harán suyo como el anterior.
—¡La televisión está de lujo! —exclamó Marice, dejando caer ruidosamente el tenedor sobre su plato, lo que hizo recular a Giulio—. ¡Cien pulgadas, papá!
Lo que Leo, sentado al otro lado de Emma, contestó, pasó desapercibido para Giulio. Se enfrascaron en un debate sobre la resolución y los colores de las televisiones que su mente no pudo registrar con la atención que se había prometido que le daría a todos esa tarde. Estaban ahí por él, reunidos para celebrar su supervivencia y su salida del nosocomio. No merecían su indiferencia ni Giulio quería que pensaran que estaba siendo grosero y deseaba que se marcharan. Era sólo que sus voces le parecían por momento demasiado estridentes, o en otras ocasiones las escuchaba muy lejanas, como si aún estuviera en su celda, detrás de los barrotes, y los escuchara hablar en algún lado de la sección de túneles, más allá de su alcance, de su visión.
Cuando llegó el momento de que se marcharan, luego de partir un pastel de chocolate como postre que Giulio apenas toqueteó un poco con su tenedor, encontró la excusa perfecta para encerrarse en su habitación. Emma fue la última en irse, no sin antes informarle que su departamento era el de abajo, en el piso cinco. El edificio constaba únicamente con seis plantas, siendo la última la que Giulio y sus amigos habitaban. Había seguridad instalada a lo largo de todo el edificio y guardias en cada piso. Era una edificación con el mismo aire tradicional y antiguo de toda Artadis, pero repleta de tecnología para respaldar los esfuerzos del equipo de Emma por mantener a salvo a Giulio.
¿Pero a salvo de qué, de quién exactamente?. De más gente como Vassé y sus esbirros tal vez.
Al regresar a su habitación tras despedirse también de Tomello y Marice, que se quedaron levantando la mesa, inspeccionó vagamente el interior, encendió una vela tras encontrar un pequeño ejército almacenado en una gaveta anexada en la pared, a un costado de un armario repleto de ropa para distintas ocasiones y zapatos de todas las formas, se subió a la cama con cuidado para no lastimar sus heridas más sensibles, le permitió a Bodegón acostarse sobre su vientre, y se entregó a un sueño turbio, en el que el llanto incesante de un bebé lo guió por parajes oscuros y boscosos que no pudo dejar atrás para encontrar al pequeño.
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El Lienzo Incompleto (Completa)
Ficção GeralGiulio Brelisa es un prodigioso pintor de la época del Renacimiento que ve su existencia trágicamente truncada en el año de 1520, a la edad de 25 años, a manos de su propio padre, sólo para despertar en el tempestivo siglo XXI, exactamente en el 202...