Pero Giulio no pudo intervenir más de lo que Emma le permitió, reiterándole que si Tomello no dejaba en paz a Azumi la reemplazaría con otro vigilante, lo que obligó a Tomello a disminuir su enjundia y limitarse a observar a Azumi desde la distancia cuando Giulio le dijo, o a saludarla con voz soñadora cuando pasaba por su lado y ella le respondía con una expresión parca.
Era lamentable de observar, pero no un problema que Giulio pudiera resolver sin evitar que Emma cumpliera sus amenazas. Se hizo a un lado entonces, volviendo a concentrarse en sus asuntos, que se repartían entre ir al taller de Crisonta casi todo el día para asistirla y pintar nuevos lienzos, conversar con Emma puntualmente a las ocho de la noche para brindar más datos sobre su época que el departamento de historia deseaba conocer, y regresar a su casa en compañía de personas que lo trataban con un desdén disfrazado de deber. No le pasaba desapercibido cómo lo veían por los espejos del vehículo, ni lo que decían entre dientes en un idioma desconocido para él y que, a juzgar por sus risillas ahogadas, era humillante.
Eso no era lo peor del día, sin embargo. Lo era la falta de dirección que poco a poco comenzaba a embargarlo. Había aplazado la continuación del cuadro de la hermosa fémina fantasma por tanto tiempo que una desolación comenzaba a apretujar su pecho. Miedo, eso era. Miedo que despertaba como una tormenta en su interior cuando al volver la vista hacia los rincones sombríos del taller o las callejuelas que abrían sus bocas entre las calles que transitaba, veía su silueta esbelta deslizarse entre los pliegues transparentes del manto que la envolvía.
Se preguntaba cuánto más podría resistir «ella» sin volver a aparecer ante él para darle un ultimátum. Se preguntaba lo que sucedería una vez que terminara el cuadro. La idea de hacerse polvo, de regresar como un cuerpo putrefacto al interior de una tumba y entregar su consciencia a ese olvido del que había regresado sin conocimiento alguno lo atormentaba. Estaba empezando a afectar sus horas de sueño por las noches, que usaba para quedarse detrás del escritorio, dibujando y pintando tanto como le era posible hasta que el cansancio lo hacía quedarse dormido en la silla.
Quería aprenderlo todo, saberlo todo, mientras tuviera tiempo. Buscaba un sinfín de cosas por internet y consumía todo lo que la televisión tenía por ofrecerle. Había comprado libros por montones sobre todos los temas que se le habían ocurrido y había buscado ayuda para entender mejor la tableta táctil que Emma le había obsequiado. Por las noches, de regreso en su casa, había aprendido a jugar videojuegos con Marice o a controlar un dron mediante un dispositivo. La máquina se había metido un par de veces en las ventanas abiertas de los edificios al otro lado de la calle y en la última ocasión una de las vecinas lo había derribado con una escoba.
Se divertía. El temor que burbujeaba en su interior se había convertido también en su mayor impulsor para no perder un solo minuto de su tiempo en lamentarse y llenaba continuamente su cabeza con conocimiento y con preguntas que la gente respondía con el tono condescendiente de estarle explicando algo muy estúpido a un niño. No le importaba. Si cada uno de ellos desapareciera de pronto y reapareciera cientos de años en el futuro seguro que comprenderían su ignorancia, quizás lo soportarían peor.
Una tarde, semanas después del hallazgo de la bóveda y del revuelo que aún causaban los videos de Giulio descubriendo el acceso subterráneo o su parecido con el del retrato encontrado en el interior, Emma envió un vehículo al taller de Crisonta para que lo recogiera y lo llevara a encontrarse con ella en un taller privado ubicado en los subterráneos de un museo. Giulio había estado pintando, repartido entre poner atención a lo que hacía en el lienzo y en deleitarse con la música que sonaba de las bocinas instaladas a lo alto de las paredes. Crisonta lo había introducido al mundo de la música épica y Giulio no podía dejar de escucharla desde entonces.
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El Lienzo Incompleto (Completa)
Ficción GeneralGiulio Brelisa es un prodigioso pintor de la época del Renacimiento que ve su existencia trágicamente truncada en el año de 1520, a la edad de 25 años, a manos de su propio padre, sólo para despertar en el tempestivo siglo XXI, exactamente en el 202...