31 Lienzos

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El cansancio le impidió soñar con nada. Levantarse al día siguiente le supuso una penuria. Le dolía la cabeza y cada músculo del cuerpo como si un caballo lo hubiera pisoteado. No podía caminar sin perder la fuerza en las piernas y había desarrollado un cuadro de fiebre y náuseas que no había cedido después de bañarse. Al salir del baño, enrollado en una toalla y sopesando la amargura de que tendría que volver a ponerse la ropa sucia, encontró un cambio limpio sobre la cama con una nota encima.

Leo compró un poco de ropa para ti.

Estamos en el comedor. Te esperamos para desayunar.

Emma.

Suspiró con resignación y se vistió, haciendo una mueca cuando la ajustada mezclilla atrapó sus doloridas piernas. No entendía cómo algo así podía estar hecho de algodón y ser tan incómodo al mismo tiempo. El color al menos era bonito, gris oscuro. La camisa le fue mejor, y el suéter le pareció de buen gusto; gris claro y suave al contacto. Por encima se caló un abrigo limpio de color negro, temblando por la fiebre y el esfuerzo que suponía mover los brazos. Pero nada fue peor a cuando tuvo que calzarse los tenis y amarrar las agujetas. Los hinchados músculos de su vientre comenzaron a punzar sin piedad.

La moda de vestimenta de ese siglo era otra de las cosas que sabía que necesitaba aprender con urgencia. Había tantas que era imposible memorizar qué era bien visto y qué no en tan poco tiempo, o cómo se distinguían las clases sociales si casi toda la gente se vestía igual de... descuidada. Quizás aquellos que se veían tan bien como Emma, Leo o Crisonta eran una minoría. Tal vez el mundo se había torcido tanto con el paso de los siglos y de las generaciones que la moda de las clases altas había pasado de ser una añoranza a un estilo de vida desdeñable.

Su problema, sin embargo, se basaba en la vergüenza. Le parecía absurdo tener que depender del gusto de los demás para lucir medianamente presentable que en las pocas ocasiones en las que había decidido visitar las tiendas de ropa salía huyendo antes de que los vendedores atestiguaran su ignorancia y su torpeza al momento de elegir las prendas. No tenía idea de cómo combinar las cosas ni de qué debía comprar. Los pantalones y las camisetas, chaquetas y todo lo que ahora existía le revolvían la cabeza porque aunque muchas cosas lucían como para indigentes, se había enterado de que también podían ser bastante caras si provenían de ciertas marcas que irónicamente se consideraban de alta costura. Al final optaba por disimular su ignorancia con el mismo suéter negro de todos los días.

Leo, por fortuna, era alguien que sabía cómo vestir, y Giulio estaba considerando la idea de pedirle ayuda. Lucía impecable la mayor parte del tiempo y parecía serle muy natural el combinar conjuntos fabricados de telas discretas y sedosas. Hasta ese momento jamás se le había mirado usando pantalones deportivos o de tela tan áspera como la mezclilla. Lo mismo el calzado. Quizás primero se acababa el mundo antes que usara botas de tela como las de Giulio.

El reflejo que le dio el espejo lo hizo sentir mejor consigo mismo, como si un poco de la pertenencia que sentía haber perdido al comenzar a usar las sudaderas y los pantalones deportivos de segunda mano regresara a él con esa ropa tan casual y al mismo tiempo bonita que incluso lo hacía lucir el porte de su verdadera estatura. Aunque al ver los terribles surcos oscuros debajo de sus ojos su ánimo volvió a menguar.

Parecía un enfermo terminal.

Su piel lucía pálida y aperlada por el sudor. El dolor en todo el cuerpo era similar al que había experimentado horas después del accidente en la camioneta de Sofía. No tan severo, sin embargo, a como cuando se había despeñado con su caballo en la adolescencia... o al que podía infligir un arma blanca cortando su carne.

—Buenos... días —saludó Emma en cuanto Giulio apareció finalmente en el salón comedor caminando con paso tieso. Se había perdido y dado un par de vueltas equivocadas por dos pisos distintos hasta antes de que una mucama se ofreciera amablemente a escoltarlo al comedor—. ¿Estás bien? Te ves muy pálido.— Dejó su taza sobre la mesa para inspeccionarlo más de cerca.

Ella y Leo bebían café. Crisonta se había servido un vaso pequeño de jugo de naranja.

Los tres lucían impecables en sus hermosos atuendos, desprendiendo un halo luminoso de elegancia y sofisticación comparado únicamente con el de Akantore.

Giulio los envidió.

—Siento que voy a morir... de nuevo —murmuró, sentándose con esfuerzo en la única silla vacía.

Emma lo miró con preocupación e intercambió una mirada con Leo, que se encogió de hombros

—Es por el trabajo de ayer. —El hombre analizó a Giulio con una ceja enarcada—. Estás muy flaco y nunca has hecho ejercicio en tu vida por lo que puede verse. Es normal que te sientas así.

—No opinamos del cuerpo ni de la apariencia de los demás sin permiso —intervino Crisonta.

Pero Leo tenía razón. Giulio era delgado por naturaleza y nunca había hecho ejercicio alguno, no como las barbaridades que hacían en esa época al menos. Podía comerse un cordero entero (hablando figurativamente) y no cambiar de talla ni un sólo milímetro, tampoco había desarrollado ningún tipo de barba en su transición a la adultez, lo que siempre le había sido criticado tanto por sus amigos como por su padre, que presumía haber tenido una barba perfecta desde la adolescencia. Era una frustración más con la que había aprendido a lidiar y que había aceptado con resignación. Quizás cuando fuera más viejo podría ser bendecido con algún tipo de vello facial.

—Lo que quiero decir es que el trabajo físico de ayer lo enfermó. Remover los escombros fue una labor muy pesada para él, que no está acostumbrado a ese tipo de ejercicio. Los obreros se reirían en su cara si lo vieran ahora —sonrió Leo con malicia—. Podríamos inscribirlo en un gimnasio ya que le demos la debida introducción al mundo moderno.

Giulio gimió y dejó caer la frente sobre la mesa con un golpe seco.

Le hicieron tomar una cápsula de medicamento después de eso, para el dolor, la fiebre y el malestar en general, había dicho Crisonta, y otra más para las nauseas y el vómito, cuando al subirse en el vehículo habían tenido que detenerse a las pocas cuadras para dejarlo devolver el estómago sobre la cuneta de una de las aceras, ante la mirada atónita de dos hermosas damas que transitaban por ahí.

El efecto de la píldora fue tan potente que lo hizo dormir durante todo el camino de regreso a Artadis, donde Leo pasó a dejarlo a su casa. Su repentina indisposición les había hecho perder gran parte de la mañana y había empeorado el humor de Leo, que había sido elegido para llevar a Giulio de regreso en un viaje que duraría poco más de dos horas en ida y vuelta. A Giulio, sin embargo, dejó de importarle cuando la necesidad de continuar durmiendo lo llevó en trance por las escaleras del edificio donde vivía hasta su departamento y luego a su cama, donde volvió a desmayarse luego de saludar vagamente a Bodegón, que enseguida se acurrucó sobre su espalda.

El Lienzo Incompleto (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora