Llamados del pasado

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Somervale

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Somervale. 1652.

El ruido de los truenos en el cielo, seguido de los relámpagos al iluminar esa noche, guiaban el camino de Barthalome por la gran corriente del río al estar pescando a tal hora del anochecer. La antorcha que llevaba en su mano la trataba de proteger de las gotas próximas de la lluvía, mientras que con la otra cargaba una canasta de mimbre que Brena, su esposa, le tejió para cuando fuera a pescar la cena de esos días. En cuanto él se encargaba de proveer, la mundana jovén de veinte años cuidaba a los gemelos que hacía poco habían tenido.

Barthalome se sentía agradecido por Dios al darle una hermosa familia, y aunque no poseyeran gran dinero como los cercanos al pueblo, ya que vivían en el bosque para no pagar impuestos, el hombre no negaría que hasta con la misma lluvía que comenzaba a caer, se volvía un regalo de su creador.  Un poco de agua no era mala, el único detalle es que aún le quedaban un par de metros para llegar a la cabaña con su mujer, y si es que se le apagaba la antorcha, sería posible que se perdiera en el camino.

Apresuró su paso al lograr salir del río y al vislumbrar el camino marcado por sus pisadas a lo largo de los años, Barthalome trotó con el ruido de los truenos intensificandose aún más en el cielo. Cuando pasaron unos minutos más así, agotándose, alcanzó a distinguir su hogar a la lejanía y al término de la brecha. Para ese punto el agua lo había alcanzado y la antorcha ya se había consumido por completo por estar empapada.

Dejó salir un suspiro de alivio al acercarse más tranquilo a su hogar. Estaba deseoso de llegar y prepararle a su mujer de cenar mientras ella alimentaba a sus hijos. Sin embargo, con esa idea en la cabeza, el repentino grito de Brena desde la cabaña sonó tan estruendoso y desgarrador, que a Barthalome se le heló la sangre por un segundo al detenerse en la brecha. La sensación que le provocó fue casi como a la muerte de un animal con ese alarido de dolor, que cuando el segundo llegó en un hilo de desvanecimiento al estar él a metros todavía, finalmente su razón lo hizo reaccionar y dejó caer la canastilla al suelo y corrió aterrado hasta la cabaña.

Una vez que llegó, ni le importó que podría estar sucediendo, porque dejando de escuchar hasta el ruido mismo de la lluvia, su mujer guardó silencio, y rogándole a Dios por ella, abrió la puerta y la azotó contra la pared.

Si Dios fuera capaz de hablar para decir que él podía abandonar a los justos y a los leales, Barthalome lo habría dejado de seguir desde el día en que quedó huérfano. Porque siendo un devoto a él, nada lo preparó para la escena con la que se topó al entrar a la casa.

Brena yacía derribada en el suelo con sus ojos abiertos de tal forma, que su expresión helada y muerta, daba en dirección a la cuna que ella misma le tejió a sus hijos; la cual, de ser blanca, se volvió roja y con aroma a putrefacción. Lucía tiesa y sin vida, con el único consuelo de que no le tocó presenciar la muerte de sus hijos por el mismo hombre que se la comía sin piedad desde su vientre luego de haber bebido toda la sangre por su cuello.

Sangre Real |Larry Stylinson|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora