CAPÍTULO DIECIOCHO

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Mis padres adoptivos siempre me dijeron que yo era un milagro para ellos, pero resulté ser todo lo contario.

Mi familia y yo vivíamos a las afueras de Brarmon, justo en el pueblo al que vamos a visitar ahora, en una pequeña casa, tenía unos establos preciosos y dos hermosas yeguas que eran la envidia del pueblo, a los que yo llamaba mamá y papá s eran Trevor y Sara.

Sara era la mujer más buena en todo el mundo, pero, como todas las cosas perfectas tienen un defecto, el suyo era que no podía tener hijos, y ya sabes cómo es la gente, la catalogaron como la mujer maldita, la mujer infértil, que eso le pasaba porque había hecho pactos con brujas y hechiceros para tener tanta de belleza y esas idioteces, y, lo decían porque Sara era muy hermosa, su cabello era dorado, juro que parecían hilos de oro y hacia contraste con sus ojos azules, así que para alejarse de todas las habladurías se mudó a una colina alejada del pueblo con su esposo Trevor, aunque no tanto ya que desde la ventana de mi cuarto la vista era impresionante. Trevor merecía totalmente a Sara al igual que ella a él, tenía el cabello café al igual que los ojos, recuerdo llamarlo siempre chocolatito, ya que, para terminarla de matar, amaba el chocolate solo un poco menos de lo que amaba a Sara.

Se amaban tanto; Trevor aguantó todas las habladurías del pueblo hacia su mujer, y nunca, y cuando digo nunca es nunca, le reclamo o le soltó en cara el no poder tener hijos a Sara, cuando era pequeña recuerdo haber escuchado una conversación entre ellos en la que Sara lloraba y le pedía disculpas a Trevor por no poderle dar un hijo propio, lo que le dijo fue tan hermoso que aún lo recuerdo, él dijo: "Sara, no te amo por lo que puedas darme, te amo por lo que eres y por lo que serás, y eso es la mujer más buena y extraordinaria que existe, nunca te abandonaré pase lo que pase, eso es una promesa" y si efectivamente estuvieron juntos hasta el final.

 Tenía los ocho años cuando me llevaron a la caballeriza y tomamos los caballos para montar un rato,  llegamos a un claro y mientras observábamos el paisaje me confesaron que ellos no podían tener hijos y que yo no era suya pero me querían como si lo fuera. Yo ya lo sabía, muy discretos que digamos no eran, además del simple hecho de que ninguno tenía alas. Fue entonces cuando les comencé a preguntar de donde venía, porque la verdad es que me sentía un poco extraterrestre.

Aparecí fuera de la puerta de su casa en una canasta, en la cual, según ellos, no me cabían las alas que salían desparramadas a los lados, una cobija y una nota que decía "cuídenla", cuando me lo contaron lo primero que pensé fue en darle un premio a mis verdaderos padres por su creatividad, pero lo acepté y di gracias porque me tocaron ellos de papas y no unos estúpidos con poco cerebro; nunca fui a la escuela obviamente, me educaron en casa, nunca salía a ningún lado y cuando alguien llegaba la regla era que, estuviera donde estuvieran en la casa subiera al ático y me encerrara hasta que alguno de los dos subiera por mi y me dijera que era seguro bajar, solo llegué a conocer a un humano antes de que todo se desmoronara, pero esa es otra historia.

 Cuando llegué a la edad de trece, un vendedor a domicilio llegó a la casa, yo lo había visto desde que subía la colina con un montón de tarros y pastillas sobrepuestas en un carro el cual arrastraba, cuando llegó a la puerta y Sara abrió yo, desobedeciendo las reglas, me oculté al pie de las escaleras por la curiosidad, el vendedor escuchando las leyendas del pueblo, se había enterado de una mujer infértil y venía a darle una cura la cual según esto ya había funcionado antes.

 Trevor estaba en las caballerizas cuando todo pasó, me sobresalté al oír lo que este hombre podía hacer y Sara se quedó estática en su lugar, y entonces dijo que no, yo estaba horrorizada ¿Cómo era posible que hubiera dicho que no?, dispuesta a hablar con ella salí ligeramente, ella lo estaba echando de la casa y yo no podía permitir que dejara escapar esta oportunidad, desde las sombras la iba a llamar pero entonces descuide un ala y esta tiró un jarrón el cual se rompió en miles de pedacitos haciendo el ruido más ensordecedor que he oído en toda mi vida, el señor levantó la mirada y no me dio tiempo de ocultarme de nuevo en las sombras, me vio y grito del espanto, salió corriendo antes de que cualquiera de las dos lo pudiera detener.

A prueba de fuego.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora