Capítulo 10

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Si no fuera por la falta de sueño que sus ojos hinchados debían evidenciar y, sobre todo, la compañía de aquel parásito adulador sin oficio ni beneficio, podría disfrutar plenamente de aquel día espléndido y soleado

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Si no fuera por la falta de sueño que sus ojos hinchados debían evidenciar y, sobre todo, la compañía de aquel parásito adulador sin oficio ni beneficio, podría disfrutar plenamente de aquel día espléndido y soleado. Habitualmente no salía a pasear con frecuencia a media mañana, salvo los días que acompañaba a Georgia de compras o su padre insistía en salir a caminar. Por norma general tenía que reconocer que solía despertarse tarde aprovechando las noches para leer los libros que estaban completamente prohibidos a toda mujer.

Y pensar que hace solo doscientos años, todo aquel conocimiento se le ofrecía libremente a las cortesanas, sin embargo, ahora el simple hecho de plantearlo suponía haber perdido por completo la cordura.

Aún recordaba la primera vez que le pedí a Carlo que me trajera algunos libros a escondidas de la biblioteca. Para ese entonces ya había devorado la biblioteca personal de mi padre al completo y mi afán por más conocimiento era tal, que me había llevado a cruzar la línea de nuestra amistad expresándole con confianza mi desvelos. A pesar de su reticencia, mi amigo volvió a la mañana siguiente con un tomo de principios básicos sobre filosofía y con el paso de las semanas, logré convencerle para ser yo misma quien accediera a hurtadillas a la gran biblioteca de Florencia. Después de lo de ayer, me constaría volver a convencerle para que me abriera de nuevo la puerta.

—¡Es lady Cecilia con su hermano! —exclamó lady Valentina—. ¡Oh, Gabriele! Tienes que detenerte para saludarles.

La calesa se detuvo junto al río Arno, muy cerca del puente viejo, el más emblemático de la ciudad, donde se hallaban los mejores artesanos de joyería de toda Florencia. Camelia no solía frecuentar los negocios que acogía el espléndido puente y que, antaño, muy lejos de albergar grandes joyas, eran puestos de carne fresca.

Lady Valentina llamó la atención de la pareja, que se detuvo acercándose a ellos, observó como Guicciardini descendía con agilidad, aunque él no llevaba todos esos volantes, enaguas y encaje que le permitieran trastabillar. En lugar de ofrecer su mano para que Camelia descendiera, abrió la pequeña compuerta para ayudar a las jóvenes a descender, olvidándose por completo de ella que a diferencia de las otras, no tenía ningún peldaño en el que apoyarse para bajar.

Hizo un tentativo, prefería perder toda su dignidad cayendo y torciéndose un tobillo, antes que pedirle al inútil de Guicciardini que la ayudara, pero eso también le recordaba que era precisamente su culpa que estuviera en esa situación. Su propio mayordomo la había ayudado a subir y había esperado que fuera este mismo quien la ayudase a descender a su regreso, pero no contaba con la idea de dar un paseo.

—¿Puedo ayudarla, lady Camelia? —exclamó una voz masculina que sin duda, no era la de Guicciardini.

Ver los ojos castaños y amables de lord Di Montis, el hermano de Cecilia la consoló. Tanto fue así, que asintió con una gran sonrisa y dejó que el caballero le diera la mano y posteriormente acogiera su cintura para evitar que cayera al suelo. La cercanía hacia el desconocido la turbó inicialmente, pero rápidamente se recompuso tratando de alisarse la falda del vestido—. El azul ensalza el color de sus ojos, debería utilizarlo más a menudo —añadió en un tono de voz lo suficiente bajo para que nadie más les oyera y la simple mención, turbó sus sentidos de forma inmediata.

El Tercer Secreto	Donde viven las historias. Descúbrelo ahora