Quedaban pocos días para la fiesta campestre y eso había hecho que los preparativos se acelerasen y su viaje a la casa de campo se anticipara. Aquel evento seguía pareciéndole una mala idea, sobre todo por los invitados o más bien, el invitado de honor. El duque de Guicciardini se había estado dejando caer por casa para visitar a Georgia, por suerte, no tan frecuentemente como lord di Montis, eso era de agradecer y después de su último encuentro en el callejón, Camelia no había vuelvo a entablar una conversación con él o estar en la misma sala durante el tiempo suficiente para discutir. Solo le vio en un baile, donde las únicas piezas que danzó en la pista fue junto a su hermana y después, se marchó temprano sin despedirse.
En casa, se hablaba de lord di Montis como si fuera un hecho que fuese a casarse con él a pesar de no estar prometidos y ciertamente, debía agradecer que el caballero, haciendo alarde de su talante, no hubiera presionado respecto al tema, ni siquiera se había atrevido a formularle la pregunta directamente, aunque si había hecho más de una mención a un futuro juntos y eso, lejos de provocarle las mariposas que supuestamente debía, solo pensaba en como sería ese futuro para ella junto a él.
Renunciaría a gran parte de su libertad, a las noches intensas de lectura, a los placeres del conocimiento, a su ardua misión por la beneficiencia y a cambio, debería someterse a la voluntad de aquel hombre y darle tantos hijos como quisiera.
Nunca le había satisfecho la idea de verse inferior, indiscriminada, un trozo de carne al que decirle lo que debe o no hacer aunque su condición se lo impusiera. Precisamente su inquietud por el conocimiento se debía a eso. Ella no estaba dispuesta a dejarse dominar y a pesar del carácter noble de lord di Montis, en aquellas semanas había comprendido que a él no le interesaban sus ambiciones, sino las suyas propias y por ende, su esposa debía estar agradecida por desear compartirlas.
No iba a juzgar al caballero por su falta de consideración, al igual que él, la mayor parte de la nobleza florentina era similar o incluso peor, y eso le llevaba a la conclusión de que quizá, a pesar de todas esas convicciones, lord di Montis fuera su mejor elección. No por sí misma, sino porque era lo que su padre deseaba para ella y muy a su pesar, le amaba lo suficiente para desear complacerlo.
Casarse con lord di Montis, permanecer solterona para todo la vida como imaginaba en un principio o...
Guicciardini entró en el justo momento que balanceaba una pierna en el banco de madera que había en los jardines completamente repantingada y sin el menor arraigo de ser femenina. Era, con toda certeza, una postura ordinaria, vulgar y completamente obscena poco digna para ser contemplada por un caballero y menos aún, por ese caballero.
—Debo reconocer que sus modales son cuanto menos... curiosos —dijo llamando su atención y dando un brinco para ajustarse el vestido que evidentemente, no tenía corsé y eso hacía que sus pechos se desparramasen al haber aflojado los cordones que lo sostenían.
No estaba en grado de recibir a nadie, pero precisamente no esperaba a nadie porque partirían muy temprano al día siguiente. Se había escabullido al jardín porque Franca estaba desmantelando su habitación en la elección de su atuendo para el próximo fin de semana y sus hermanas estaban demasiado maravilladas eligiendo complementos en varias tiendas, algo tan aburrido como inútil y por eso había desistido en acompañarlas.
¿Acaso unos guantes ligeramente blancos, marfil o crema iban a ser determinantes? ¡Bobadas! Eran unos guantes y cumplirían la misma función fueran del color que fuesen.
—¿Que demonios hace aquí? —Fue lo primero capaz de decir olvidándose por un momento de su atuendo.
Gabriele observó detenidamente a la dama, el que pareciera completamente contrariada resulto un regocijo inesperado, pero encontrarla en aquella postura totalmente inapropiada y relajada, lejos de parecerle indigno, fue de un modo innegable, delicioso y estaba seguro que iba a rememorar esa inapropiada postura innumerables veces en sus pensamientos, sobre todo, la forma en que aquellos pechos navegaban por la tela del fino vestido dejando entrever unas curvas por las que deseaba pasear algo más que sus manos.
—Yo también me alegro de verla —afirmó fingiendo una sonrisa.
Camelia tenía el pelo en un recogido casi deshecho y eso le hizo comprobar a Gabriele la largura de aquella cabellera castaña que llegaba hasta su cintura, eso, unido al color de sus ojos la hacía parecer más hermosa que nunca.
Y la belleza no era un rasgo que se pudiera adjudicar a lady Camelia Vasatti. Al menos, no la que él había perseguido siempre.
—Déjese de rodeos. Georgia no está, así que no tiene ningún sentido que esté aquí —mencionó colocando sus manos en jarras a ambos lados de su cintura, como un acto reflejo de defensa.
—Su padre tuvo la amabilidad de invitarme a cenar, dado que al parecer partirán mañana mismo y no veré a mi futura prometida hasta el próximo fin de semana —afirmó—. Le propuse una partida de ajedrez para amenizar la tarde, pero me indicó que usted era la más apropiada para esa función y que la encontraría paseando en los jardines. Al parecer se equivocaba en lo de pasear, me pregunto si también será tan mala jugadora como preveo.
Camelia apretó los labios para no soltar un improperio que escucharían todos los criados, así que alzó el mentón y dio un paso hacia él.
—Cuando le gane esa partida, se marchará de mi casa —indicó fijando su vista en esos ojos increíblemente bellos y que habría deseado que los tuviera cualquier otro hombre menos él.
—¿Es una amenaza? —clamó él.
—Es un hecho —inquirió ella.
—Si usted gana, me marcharé antes de la cena, pero si pierde...
—¡No perderé! —bramó acercándose aún más a él.
—Entonces no tendrá ningún inconveniente en aceptar lo que le pida, puesto que no perderé, ¿cierto?
Camelia era decidida, pero no hasta el punto de cometer el error de aceptar aquello que el quisiera proponerle y sin ningún tipo de constancia sobre sus intenciones. Conociéndole, no serían ni honradas, ni decorosas.
—Tengo todos los inconvenientes porque jamás obtendría nada de mi —dijo estudiando el rostro de Guicciardini perfectamente marcado por aquella mandíbula. Observó como él se llevaba la mano a esa parte de su anatomía y la observaba.
—Si usted gana, me marcharé inmediatamente, pero si pierde tendrá que hablar en danés durante toda la cena. Hace tiempo que no lo practico y me gustaría refrescar mi memoria.
¿Quería que le hablase en danés? ¿Eso era todo?
—Parece sorprendida... —añadió instantes después y eso hizo que ella fuera consciente de que sus palabras la habían aturdido.
—Si es el único modo en que lograré que se vaya. Acepto su propuesta, lord Guicciardini.
—Admito que cuando no me insulta puede parecer una dama encantadora. —Sabía que aquello la molestaría y efectivamente, así fue porque le propinó un pequeño golpe en el pecho antes de pasar delante de él y encaminarse hacia el interior de la mansión.
Definitivamente aquella partida iba a resultar interesante y de lo más enriquecedora.