Camelia no dejaba de estirar de las costuras del vestido intentando que aquel escote pronunciado, aunque evidentemente no lo era para su hermana mayor, menguara. No lo conseguía porque el maldito corsé que se clavaba en cada parte de su cintura y que apenas la dejaba respirar no cedía para que sus pechos volvieran a adentrarse en el vestido.
Había pensado en la posibilidad de fingir estar enferma, incluso tirarse en los últimos peldaños de la escalera y aludir una torcedura de tobillo, pero sus planes se habían ido al traste cuando la propia Alessia se coló en su habitación e indicó a Francesca como proceder con el peinado y elegir minuciosamente las joyas.
—Me siento disfrazada —dijo viendo su reflejo en el espejo.
No se sentía especialmente hermosa como indicaba Alessia y su propia doncella. Seguía siendo ella, su reflejo, mucho más refinado y atrayente, pero no era ella. Esa no era la verdadera lady Camelia, aunque todos pretendieran que lo fuese.
—¡Oh, vamos!, ¡No exageres! —exclamó Alessia alentándola a colocarse el chal y bajar las escaleras.
Por primera vez no tuvo que esperar a Georgia, sino que ambas terminaron de estar listas al mismo tiempo conforme su padre las aguardaba en el salón pacientemente.
Para Camelia no pasó desapercibido la mirada de aprobación que recibió de su progenitor, tal vez, ese momento compensaba las ballenas del corsé que se ceñían con fuerza y que Francesca había apretado demasiado por petición de su hermana Alessia.
—Te pareces tanto a ella... —dijo su padre con una calidez especial en los ojos.
Para todos es sabido, que de las tres hijas de lord Vasatti, ella era la que más se parecía a su progenitora físicamente y cuyo carácter era mucho más similar al de su padre.
Camelia se limitó a sonreír, al menos su sufrimiento era parcialmente mermado por el hecho de ver a su padre feliz.
El camino en carruaje hasta la casa a las afueras de la ciudad que tenían los Di Montis le hizo pensar en la enfatización que todos los miembros de su familia, a excepción de su hermana menor que se preocupaba de sí misma, deseaba verla casada. Hasta ahora, la predominancia sobre el interés de buscar matrimonio no le había importado. El hecho de permanecer soltera y estar al lado de su padre hasta que este falleciera le parecía un gesto considerable, y tras su muerte, algo que esperaba fuera dentro de muchos años, no tenía ningún miedo a quedarse sola, incluso a viajar y conocer el mundo para dar uso a todos esos idiomas que había aprendido. ¿Qué tenía de malo que su primera elección no fuera un marido? No le importaba que la considerasen una solterona o que se arrojaran habladurías sobre ella y algunos comentarios fuera de lugar en las pocas conversaciones que había tenido con algunos caballeros. La mayoría de ellos discernían de sus intentos porque no tenían respuesta a sus preguntas y eso le hacía ver lo increíblemente estúpidos que lograban ser.
Lord Di Montis y su hermana lady Cecilia permanecían a la entrada de la maravillosa mansión saludando a los invitados junto a sus padres, el barón y la baronesa Di Montis. Estaba claro que el futuro barón era un miembro codiciado de la sociedad por su título y a pesar de que Camelia nunca le había dado importancia a esto, siempre había considerado a Eduardo di Montis uno de los pocos hombres agradables con los que conversar, además de Carlo.
Por primera vez, Camelia percibió que los ojos del futuro barón se agrandaban al verla y dedujo que debía ser aquel maldito escote prominente.
—Me complace volver a verla lady Camelia —pronunció en una voz ronca que a ella no pasó desapercibida y que intuía era por la estupefacción de la sorpresa.
No se veían desde aquel encuentro fortuito en el que acabaron acompañándolos a la joyería. Siempre le había parecido un hombre discreto, formal y elegante. Demasiado comedido quizá, o aburrido según su hermana Georgia, pero a diferencia de ella, lograba encontrarlo agradable.
—Lo mismo digo, lord di Montis —concretó Camelia dispuesta a continuar hacia el salón donde algunos invitados paseaban y conversaban mientras se escuchaba de fondo la música del cuarteto.
—Disculpe lady Camelia, me preguntaba si... si tendría la amabilidad de bailar una pieza musical conmigo. —Su voz era claramente un tartamudeo continuo, pero ella asintió ante la extrañeza y se alejó de él al ver que los invitados que entraban en ese momento eran nada más y nada menos que el barón y la baronesa Di Rosso.
«La flamante amante de Guicciardini»
Llevaba sin ver al susodicho desde el concierto, aunque quisiera atribuirse el mérito de que hubiese eludido aquellas veladas a las que él debía asistir junto a su hermana, lo cierto es que Edmondo solía evitarlas cada año, así que no podía vanagloriarse de ser la culpable de su ausencia, así como dudaba que hubiera acudido esa noche y más aún tratándose de un baile, porque si alguna vez se le veía, solía ser durante la cena.
Lo primero que Camelia percibió eran las miradas incesantes y descaradas. Trató de fingir que no le importaban pero a estas comenzaron a sumarse los cuchicheos conforme avanzaban y aquello comenzó a incitar sus nervios. Quería pasar desapercibida, que nadie se fijara en ella y no por vergüenza o pudor, sino porque no quería formar parte de aquel absurdo juego.
Por suerte para ella, Carlo apareció colocándose a su lado.
—Reconozco que me ha costado creer que eras tú, al menos desde el otro lado del salón.
—Si es un intento de halago, ahórratelo. Esto solo durará el tiempo que mi hermana Alessia permanezca en la ciudad.
Carlo emitió un gesto de extrañeza y arrugó la frente.
—En realidad iba a decir que te ves bien, pero si no te gusta, finge que no he dicho nada —admitió Carlo.
—No puedo casi respirar, ni siquiera he podido colocarme los zapatos porque no me puedo doblar y eso sin contar que siento tanta presión en el pecho que no me extrañaría perder la consciencia a mitad del baile con Di Montis.
—¿Te ha pedido un baile lord Di Montis? —bramó aún más extrañado.
—Si. ¿Por qué te sorprende tanto?
—Es poco... habitual en él. Es un gran conversador, no me mires así, pero es muy extraño verle bailar por la pista.
Aquello no le agradó a Camelia. Es decir, no quería ser alguien especial o que di Montis la pretendiera. Es cierto que era uno de los pocos caballeros respetables y a los que podría considerar en la ciudad pero...
Vio como un caballero se acercaba a su hermana Georgia y se inclinaba para besarle la mano, así que dirigió toda su atención hacia ese lugar para comprobar que se trataba de Guicciardini. Carlo se apartó de ella para ver que llamaba tanto la atención de su amiga y solo entonces, Edmondo alzó la vista para buscar a lady Camelia, deseaba ver ese fuego de ira en sus ojos amarillentos, pero para su sorpresa, el único fuego que encontró es el de él mismo cuando vislumbró la figura de la joven que él ya había intuido que se escondía bajo capas y capas de tela.