¿Hay algo más deprimente que arrastrarse fuera de la cama después de un fin de semana de total libertad? ¡Pues sí! Tomar una clase en la que no estaba Daniel.
Con demasiada frecuencia me encontraba divagando en cómo serían las cosas si yo no hubiera sido tan estúpida aquel día, y él no hubiera renunciado. Tal vez me gustaría más el curso de Escritura Creativa, quizás no estaríamos juntos, o tal vez... en fin, quién sabe.
En agosto, casi me habría parecido surrealista imaginar un día como el de ayer: en el cine a plena luz del día, agarrados de la mano mientras pedíamos palomitas y saludábamos a conocidos de la universidad que coincidían en la fila. Incluso, besarnos en la oscuridad de la sala, en medio de la película, en otro momento, hubiera sido estresante.
En definitiva, mi domingo fue perfecto. La película era tan predecible como mi habilidad para quemar agua, ¡pero qué más daba! Nos daba la excusa perfecta para estar juntos y plantarnos unos cuantos besos frente a quien fuera.
Cada instante con él era mágico. Me encantaba sentir su mano sobre mis caderas mientras caminábamos en público, y sobre todo, amaba la libertad que teníamos juntos.
El bullicio de la cafetería me envolvió en cuanto atravesé las puertas, y el aroma a café despertaba mi apetito. Pero al sentarme frente a mi sándwich de pavo, no podía evitar contemplarlo con menos entusiasmo que un perro mirando un hueso viejo.
Habría preferido quedarme en casa esta mañana. Faltar un día no habría sido el fin del mundo; aunque había tanto material acumulado que lo teníamos que cubrir en menos tiempo. Pero, ya mi cabeza no daba para retenerlo todo.
Hoy tuve que improvisar en la última clase. El profesor de Escritura nos miraba con entusiasmo, como si estuviéramos a punto de recitar un poema, y yo, intenté recordar la diferencia entre una metáfora y una sinécdoque, como si mi vida dependiera de ello. Nunca me había dedicado tanto a mis clases.
Mientras masticaba aquel sándwich insípido, no podía evitar sonreír al recordar a dónde me llevaría todo esto. Una sonrisa que se vio interrumpida por la presencia de Jeremías. Estaba parado justo frente a mí, sosteniendo una bandeja y mirando hacia mi mesa como si esperara que yo hiciera algo.
El pecoso la tenía en mi contra, estaba segura. Lo miré de arriba abajo y le hablé aún con la boca llena:
—¿Necesitas algo? —expresé con un dejo de hostilidad en mi voz.
Él me observó con el ceño fruncido, como sorprendido por mi actitud.
—¿Me puedo sentar? —Su tono era amable, aunque sus ojos, tan oscuros, no me infundían confianza.
Miré a diferentes partes de la cafetería, concentrando mi vista en las mesas vacías. Sin esperar mi consentimiento, se sentó frente a mí.
Decidí ignorarlo, optando por dar un trago a mi bebida y fingir desinterés. Me fijé en su plato, que llevaba una hamburguesa rebosante de grasienta felicidad.
—¿Quieres? —ofreció, con una sonrisa sarcástica y un gesto hacia su plato.
—No, gracias. —respondí con un rodar de ojos, rechazando su estúpida propuesta.
Observé cómo daba un mordisco y luego me miraba con genuina curiosidad, como si intentara descifrarme.
Masticaba con una lentitud exasperante. ¿Cómo alguien podía disfrutar tanto de algo que parecía haber sido creado en un laboratorio de experimentación culinaria? Aunque, de seguro, tenía mejor sabor que mi pavo.
Intentaba ignorarlo, concentrarme en mi comida, pero era inútil. Jeremías estaba ahí para quedarse, al menos hasta que terminara de engullir esa montaña de colesterol envuelta en papel de aluminio.
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Encuentro en las alturas
RomanceLara se siente perdida en un mundo que parece moverse demasiado rápido para ella. Incapaz de encontrar su lugar en la vida, se sumerge en un estado de desánimo hasta que un encuentro fortuito en las alturas cambia su perspectiva. En uno de sus días...