Capítulo Trece

22 8 0
                                    

Hunter Evans

—¿Está muerta?

—¡Agh, no sé imbécil! ¡Comprueba que esté respirando!

—Ya lo hice... no... la matamos.

—Mierda... vámonos. Es un festival, nadie se dará cuenta de que falta alguien, podemos meterla en el mar. ¡Si, eso! ¡Vamos! Pensarán que le dio una sobredosis y se ahogó.

—¿Y las marcas en su cuello?

—Tiene antecedentes de masoquista, ¿no? Pues eso.

—Ehm... ¿y qué hacemos con el mocoso?



(...)

—Hoy es tu primer día de clases, cariño, ¿por qué no intentas socializar?

Hunter odiaba la voz de su madre. Parecía tener siempre aquel llanto atorado en la garganta y al salir se desteñía en una mezcla de empatía y pánico que él detestaba.

—Me voy.

—Espera, cariño —lo alcanzó aquella mujer a la que ni siquiera veía a los ojos—. Hace un día precioso... ¿por qué no te quitas ese abrigo?

La mujer intentó como siempre apartar la prenda del cuerpo de su hijo, pero él la detuvo, con más delicadeza de la que siquiera quería. Hunter detestaba que lo tocaran, pero ella sin rendirse tomó sus manos, sus suaves manos. Los dedos de su hijo delataban su pasión por los instrumentos de cuerda. Uno de los tantos recuerdos de su hermana plasmados en él.

—Está bien, te dejo en paz. Por favor no te saltes el almuerzo, estás muy delgado, necesitas comer.

Él asintió mirando al suelo, apretó sus manos en puños para cumplir con su manía y salió caminando hacia la escuela. Hunter tenía quince años en ese momento. Era la tercera escuela en seis meses a la que iba, luego de ser expulsado de todas tras varias peleas con compañeros y hasta maestros. Allá iba otra prueba a su paciencia y capacidad para no explotar. Otra oportunidad para intentar encontrar una personalidad ajena a la que aferrarse, porque la suya estaba podrida y se lo comía por dentro desde aquella madrugada hacía tres años.

Contaba con una mínima habilidad para socializar, casi nula. Caminaba rápido y respiraba lento. Callado, frío, distante... Hunter era sombra, a diferencia de lo que solía ser ella.

Ella era luz. Ella era el mismísimo sol. Su hermana lo había sido todo, y por ser un cobarde la había perdido.

Apretó sus dientes cuando el autobús escolar pasó por su lado, repleto de adolescentes que iban al mismo destino. El sonido del claxon le molestaba, así como las risas, que lo llamaran y que lo miraran. Subió la capucha de su abrigo bajo el asfixiante sol, ignorando las gotas de sudor que su cuerpo producía por su alta temperatura corporal.

Hunter odiaba a la gente, y amaba ese tipo de prendas que lo protegían de todos sus miedos exteriores. Eso, y los auriculares que impedían el ruido que lo atormentaba. Las melodías de la guitarra de su hermana, las que solían grabar juntos en su habitación, le sacaban aún una media sonrisa. Aunque era pensar en que ahora esa guitarra vieja era solo suya, que su habitación repleta de posters de bandas de rock estaba vacía para siempre y su rostro volvía a ser el usual espacio contraído y repleto de rabia de siempre.

Odiaba verse al espejo, porque su rostro se parecía mucho al de ella. Odiaba verse desnudo y mirar su cuello, porque en su cuello había quedado grabado aquel recuerdo para toda la eternidad.

—¡Hey, Hunter! —Ren era el único chico con el que hablaba y ni siquiera sabía si su verdadero nombre era ese, pero así le llamaban todos. Iba a su misma escuela y, aunque no era específicamente un buen prospecto de amigo, era lo más cercano a eso que Hunter tenía—. ¿Cuántas vas a llevar?
Aunque en realidad, lo que hacía más tolerable a Ren para Hunter eran las pastillas.

—Solo me alcanza para una.

—¿Sobrevivirás con una sola todo el día?

El menor se encogió de hombros y tomó aquella pastilla azul que el pelirrojo le ofreció. La tragó sin agua, ya era costumbre. Llevaba seis meses haciéndolo. Seis meses de haber conocido a Ren en un callejón, de casualidad, mientras unos chicos intentaban estafarlo.

Aquel Último Verano Donde viven las historias. Descúbrelo ahora