Capítulo Treinta

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Isaac Brown

A veces cierto olor llegaba a su alrededor y lo transportaba a cuando era pequeño. El olor de la madera mojada.

El problema era que Isaac nunca podía identificar de dónde venía. Quizás no estaba, porque nadie más lo percibía. O al menos a nadie le afectaba como a él. Quizás era el único que odiaba ese olor. Quizás era su cabeza jugándole una mala pasada, alguna más. Burlándose de sus leves recuerdos, usando la poca cordura que le quedaba para reiterarle que se estaba perdiendo totalmente en su propio mundo interno.

Porque entonces recordaba de manera bastante clara los gritos de su madre cuando su padre le pegaba.

Él no quería hacerlo, por eso había estado internado meses después de aquel primer golpe y tantos luego, en un hospital psiquiátrico. Sufría de una esquizofrenia paranoide y sin ser la más letal, logró muchísimas cosas antes de irse. Todas para mal.

Logró romper el vínculo familiar al que aquel niño de apenas cinco años se había adaptado. Logró derrumbar física y moralmente a su madre, destruirla hasta dejar de ella un insignificante ser adicto al alcohol, capaz apenas de valerse por sí misma, totalmente incapaz de cuidar al pequeño niño:

Isaac.

Ligeramente recordaba la calidez de unos brazos ajenos, o la forma de las sonrisas, pero el olor de la madera mojada por el alcohol seguía fijo en su mente, imborrable.

Isaac había tenido una familia, hasta que cumplió cinco supo lo que era una mamá y un papá. Sus padres actuaban de manera moralmente incorrecta, nunca se le enseñó lo que era decir por favor o gracias, nunca se le mostró algo más allá de aquel oscuro río y el camino de tierra que se trazaba de su casa a la carretera, pero había experimentado al menos el sonido de una canción de cuna antes de dormir, tarareada entre risas por mamá cuando no recordaba bien la letra, y unas palmaditas en la cabeza de parte de papá cuando hacía algo bien. Lástima que a los cuatro años fuera muy pequeño como para grabarse aquellos recuerdos en la mente.

Tuvo un hogar. Solía vivir junto al río de la ciudad. Solía jugar en la orilla, pasaba horas intentando tocar a los peces, sobre todo cuando sus padres discutían y el sonido de los cristales de botellas retumbaba por todas partes, unido al de los gritos y los golpes. Aquella casa de madera débilmente resistía con los tres adentro en épocas de tormenta. Cuando llovía la humedad era insoportable, las tablas se caían todo el tiempo y la gripe era un huésped fijo en sus delgados y fríos cuerpos. Las astillas se le enterraban en sus pequeños pies descalzos, y dolía.

Pero no podía llorar. Al menos no cuando su padre estaba mal. Si lloraba durante un ataque su madre descargaba la furia de no poder más con él. Y entonces lo golpeaba, y los golpes de su madre dolían más que aquellos pequeños pedacitos de madera pinchando su piel.

Por eso resistía. Aprendió a resistir el dolor tanto que llegó un momento en que dejó de doler. En su cabeza por lo menos, el dolor se ausentaba. Había desarrollado una habilidad para poner la mente en blanco y se concentraba en algo que no fuera la sensación de su piel rompiéndose o el ardor cuando la sangre salía.

Se concentraba en los pececitos con los que jugaba, en sus lágrimas silenciosas mezclándose con el agua del río, o en las pequeñas ranitas a las que había clavado una rama en medio de la barriga, solo por probar.

Eso se robaba mucho su atención.

La manera en la que sus patitas se movían y sus ojos perdían el brillo. La manera en que dejaban de respirar por su culpa... lo fácil que era acabar con ellas. No le disgustaba. Aquello por lo menos aliviaba sus ganas de que todo en él dejara de doler.

Aquel Último Verano Donde viven las historias. Descúbrelo ahora