Capítulo Quince

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Dianne & Hunter

El principio del negocio se basó en adaptarse, y todos eran especialmente buenos en ello. Escogidos gracias un análisis minucioso de años, de cada una de sus vidas y desgracias, los dueños sabían que esos chicos estaban mal, y aunque algunos se habían negado, Daniel, Terrence y Hunter eran buenos dejándose llevar por la tentación de aquel polvo blanco.

Cada uno a su ritmo, y a su manera. Daniel lo hacía algunas veces, cuando su frustración por no cumplir lo que verdaderamente quería ahí dentro lo abarcaba. Ni siquiera tomaba las dos dosis diarias gratis, sino una, algunos días. Lo hacía en la cabaña de Dianne, y también aprovechaba para contarle su mal más grande y escuchar los consejos que tenía para darle. Más que cliente se volvía amigo cuando estaban fuera de las cámaras. Dianne reía de verdad, y elogiaba los bonitos tatuajes que tenía el chico, aunque sentía por él la misma lástima que por todos. Más al recordar los moretones en su espalda el día que entró, y su labio partido que ahora ya estaba sano, y hasta llevaba una perforación en medio.

Terrence no inhalaba, prefería inyectarla directamente y para eso pedía jeringuillas en la enfermería. Por supuesto todo se le daba si era para hacerse daño, porque era el único cometido de aquel sitio, alimentar el morbo de personas con trastornos mentales o vidas aburridas y monótonas.

El campamento era como una planta de la muerte en crecimiento. Incluso tenía su propio apartado en la deep web, uno de los sitios por los que se podía apreciar a mejor calidad las asquerosas y tétricas escenas de muerte, en repetición y en full HD, para quienes querían más detalles. Obviamente, pagando más.

Terrence necesitaba dinero, por lo cual iba muchas veces a una parte del bosque segura donde había arañitas metálicas, y ahí se inyectaba y pasaba sus horarios con la mente nublada, sangrando por sus heridas gracias a lo mal que se encontraban, y aumentando así en su cuenta las cifras. Sabía que mientras más él sufría, mientras más lloraba y más sangraba, más dinero daban por él. Tenía su público y su reputación, y fue durante casi todo el primer año el favorito de los espectadores.

También estaban los tediosos hermanos de Blockbuster que habían intentado sobrepasarse un par de veces con ella, ganando castigos a los que ella se aferraba por el miedo, ya que esos dos llevaban en la cara el sadismo tatuado. No eran habituales, pero daban sus puntos sin problemas por un par de rayas algunas veces. Otros de distintas partes del campamento también, pero su mejor cliente, al que nadie nunca le iba a ganar era él: Hunter Evans.

—Vengo por mis dosis de hoy.

—Ya te las di hace dos horas, no jodas que ahora tengo clase y tú también.

A Hunter se le hacía tierno el fijarse en los detalles infantiles de la mujer. Como esa manía que tenía de sacarlo de su cabaña intentando ser borde, cuando en realidad, era graciosa. No podía mentirse, le gustaba mucho ella. Sabía que no había oportunidad porque estaba más que claro que a Dianne no le gustaban los chicos, pero... le gustaba imaginarse teniéndola.

No conocía otra manera de cariño que no fuese degradación, y culpaba a su falta de sexo y a la nula presencia femenina en el campamento a excepción de ella, pero desde que se había acostumbrado al ritmo de la heroína y su mente estaba un poco más seca pero cuerda a la vez, se tocaba en las noches solitarias en su cabaña pensando en ella. Y luego se arrepentía al terminar y ver el desastre por sus manos y sábanas, pero más porque en su mente la imagen que lo hacía terminar no era usual. No era a lo que estaba adaptado y tenía miedo.

Hunter se imaginaba a la mujer encima suyo, se imaginaba hundiendo su cara en sus pechos mientras ella lo montaba y dominaba los movimientos que él siempre dominó. En las mañanas esa imagen se repetía una y otra vez en su cabeza, y él se pegaba en la cara frente al espejo para tratar de borrarla, pero, era verla otra vez actuando de esa forma falsamente grosera y todo su ser se desequilibraba.

Se descubrió a sí mismo yendo más por ella que por la heroína y eso lo ponía nervioso. ¿Qué era ese latir fuerte en su pecho cuando sentía su perfume? O su voz, o su mirada. Cualquier mínima acción de ella lo ponía mal. Y Hunter odiaba depender de ello y no poder controlar sus ganas de verla.

—¿Cuándo me darás clases tú?

—Cuando sepas cantar, tocar piano o flauta, ¿sabes? No, ¿verdad? Entonces vete con tu profesor y tu guitarrita. Ve a molestarlo a él, ¿sí? Nunca me compras, siempre quieres regalado o fiado, no me das ganancias.

Si eso era cierto, ¿por qué Dianne lo tenía como su mejor cliente? Ella lo plasmaba como empatía, porque lo veía tan joven y talentoso, destruyéndose de aquella forma que sentía que quería protegerlo. Pero su corazón también latía fuerte cuando él estaba cerca. Sentía una opresión en el estómago que nunca sintió ni siquiera con hombres más adultos. ¿Qué tenía Hunter que la hacía sentirse así?

Entre ambos siempre había una tensión presente y los dos lo sabían. Pero no eran capaces de reconocerlo, ni debían hacerlo. Las reglas eran claras.

Aquel Último Verano Donde viven las historias. Descúbrelo ahora