Capítulo 31: "Besos, pecho y mermelada"

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Marta ajustó nuevamente su camisa coral, un acto casi automático, y luego se alisó la tela suave de su pijama con dedos delicados. Parecía importante, para ella, lucir impecable incluso en los momentos más cotidianos. Su cabello rubio estaba perfectamente peinado, como si cada mechón supiera cuál era su lugar. Fina la observaba con una sonrisa tranquila, apreciando el cuidado que Marta ponía en esos pequeños detalles. En sus ojos verde-avellana, brillaba una mezcla de admiración y paciencia. Sabía que Marta necesitaba esos minutos para sentirse completamente lista, y no se lo reprochaba. Simplemente la esperaba.

Cuando Marta, por fin, asintió con una sonrisa, Fina se levantó de su lugar y se acercó con pasos calmados.

—¿Te parece si nos cepillamos los dientes y luego hacemos el desayuno? —preguntó Fina, deteniéndose en la puerta del baño.

Marta se quedó en silencio un momento, como si la palabra "desayuno" la hiciera pensar en algo más profundo, algo más íntimo, pero finalmente asintió con un ligero brillo en sus ojos azules.

—Me encantaría —respondió—, pero no tengo cepillo.

Fina rió suavemente, una risa ligera que resonó en el pequeño baño, y sin decir nada más, se agachó para buscar en el mueble de madera blanca bajo el lavabo. Rebuscó entre unas cajas organizadoras hasta que sacó una caja larga y, con el mismo gesto relajado, le tendió un cepillo nuevo a Marta.

—Parece que lo tienes todo pensado —dijo Marta mientras tomaba el cepillo, sus dedos rozando los de Fina de manera casual pero significativa, antes de entrar al baño.

Fina cerró los ojos por un momento, sintiendo el eco de ese contacto, y cuando volvió a abrirlos, sonrió para sí misma. Se acercó a Marta, quien ya estaba frente al espejo, y juntas, en una extraña pero cómoda sincronía, comenzaron a cepillarse los dientes. Ninguna hablaba, pero no era necesario; el silencio compartido estaba lleno de algo más, una sensación que ambas parecían entender sin decir una palabra.

Cinco minutos después, se encontraron en la cocina. Fina, en su espacio habitual, se movía con naturalidad. Sacó la tetera, llenándola de agua y colocándola sobre la estufa mientras Marta la observaba, las manos entrelazadas frente a ella, como si no quisiera interrumpir el flujo de esa rutina matinal. Pero había algo en la forma en que sus ojos seguían cada movimiento de Fina, algo más que simple curiosidad. Era admiración, una especie de revelación silenciosa de que esa mujer, con sus movimientos precisos y seguros, representaba algo profundamente acogedor.

Marta, sin querer quedarse simplemente observando, se acercó cuando vio que Fina comenzaba a sacar ingredientes para el desayuno. La luz de la mañana se filtraba por la ventana, bañando la cocina en un tono dorado, y Marta notó el reloj: diez para las nueve. Su mirada se desvió hacia Fina, quien estaba de espaldas mientras abría la nevera, la silueta de su figura se delineaba con claridad en esa luz suave. Marta respiró hondo, sintiendo un cosquilleo recorrer su cuerpo, y finalmente, se animó a hablar.

—¿En qué te puedo ayudar? —preguntó, su voz rompiendo con delicadeza el silencio.

Fina, sin girarse completamente, sacó una botella de leche y se la tendió con una sonrisa.

—Recuerdo que solías pasar horas con tu madre haciendo postres deliciosos —comentó Fina, con ese tono afectuoso que parecía entrelazar el pasado con el presente.

Marta asintió, sus ojos fijos en Fina mientras la veía colocar más ingredientes sobre la superficie de cerámica blanca de la cocina.

—También sé hacer panqueques —dijo Marta, con una seguridad encantadora que hizo que los ojos de Fina se iluminaran.

Fina tardó unos segundos en responder, observando a Marta con una mezcla de sorpresa y admiración.

—Ilumíname —respondió finalmente, con una sonrisa que tenía algo de reto, pero también de complicidad.

Toledo, 1958.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora