Capítulo 24: "La carta"

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—Hola —saludó Jesús, empujando la puerta con un movimiento decidido.

El aire rancio y el tenue olor a humedad lo recibieron cuando cruzó el umbral del pequeño apartamento. El lugar estaba sumido en penumbra, las cortinas apenas abiertas permitían que solo un rayo de luz se filtrara tímidamente por la ventana cubierta de polvo. Manuel estaba sentado a la mesa del comedor, una estructura vieja y desgastada que crujía bajo su peso. El desorden y la suciedad reinaban en el lugar, como si el tiempo hubiera detenido su marcha y la limpieza se hubiera convertido en un lujo lejano.

Manuel vestía ropa ligera y raída, un pantalón de lona que alguna vez fue azul y una camiseta gris deslavada que colgaba de su cuerpo sin vida. El cansancio y el abandono se reflejaban en su postura encorvada, mientras sostenía con una mano temblorosa una copa de vino barato, el líquido oscuro apenas cubriendo el fondo del vaso. No levantó la vista cuando escuchó la voz de Jesús; solo exhaló un suspiro de indiferencia, sin molestarse en ocultar su fastidio.

—Se me olvida que tienes llaves de aquí —murmuró Manuel con un tono áspero, llevando la copa a sus labios y tomando un sorbo que no disfrutó.

Jesús cerró la puerta tras de sí, echando un vistazo alrededor con una mueca de desagrado en su rostro. El asco que sentía por el entorno era palpable, y lo dejó claro con la expresión que adoptó al inspeccionar cada rincón del lugar.

—¿No me servirás una copa? —preguntó con burla, aunque su tono estaba cargado de desprecio mientras observaba la botella de vino barato sobre la mesa—. Mejor, déjalo así. Tomar jugo de uva rancio con alcohol no es mi tema favorito.

Manuel frunció el ceño, su paciencia cada vez más escasa. Volvió a llenar su copa, el vino derramándose ligeramente por los bordes, mezclándose con las manchas ya existentes en la mesa.

—¿Qué quieres ahora? —preguntó con molestia, la frustración visible en cada palabra mientras bebía otro trago del líquido amargo.

Jesús se acercó a él con paso firme, su sombra proyectándose amenazante sobre Manuel. Se inclinó hacia la mesa, su mirada dura clavándose en los ojos cansados de su interlocutor. El ambiente se cargó de tensión, cada segundo que pasaba sin respuesta solo alimentaba la ira contenida de Jesús.

—Quiero que me digas por qué no has estado siendo de ayuda —demandó, su voz baja pero cargada de peligro mientras golpeaba la mesa con el puño cerrado, haciendo retumbar los vasos y la botella—. ¿Qué mierda has hecho en estas semanas? —añadió, su tono subiendo de intensidad, como si la ira estuviera a punto de desbordarse—. Tenemos cosas que hacer.

Manuel bajó la mirada, el peso de las palabras de Jesús aplastándolo aún más contra la silla. Un brillo húmedo apareció en sus ojos, y una solitaria lágrima rodó por su mejilla sucia, trazando un camino a través de la mugre.

—No tengo ganas de nada, Jesús —confesó en un susurro, su voz quebrada por la desesperanza que lo envolvía. Era como si toda la energía se hubiera drenado de su cuerpo, dejándolo a merced de sus emociones.

Jesús soltó una risa amarga y burlona, cruzando los brazos mientras lo miraba con desdén.

—El niño no tiene ganas de nada —repitió con ironía, el tono de su voz lleno de desprecio—. El niño va a tener que tener ganas. Deberíamos dar gracias ya que yo pude mantener a Fina afuera del juego.

Manuel levantó la mirada, pero esta vez en ella solo había derrota. El vino barato seguía fluyendo por su garganta, pero no lo reconfortaba, solo acentuaba la sensación de desesperación.

—¿Y qué quieres hacer? —preguntó resignado, el sonido de su voz era apenas un murmullo, como si ya no tuviera fuerzas ni para pronunciar esas palabras.

Toledo, 1958.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora