Era un miércoles cualquiera en el internado, pero la tensión en el aire era palpable. Los rumores volaban como aves de presa, y todos parecían esperar algo grande. Me dirigí al comedor para desayunar, aún resonando en mi mente el eco de las palabras que Richard me había escrito la noche anterior. Opté por ignorarlo, decidida a no dejarme arrastrar a su mundo más de lo necesario.Al entrar al comedor, el bullicio habitual me golpeó como una ola. Estudiantes de todos los años se congregaban en sus cliques habituales, dispersando risas y chismes con el desayuno. Me serví un café fuerte y una tostada, y justo cuando me giraba para buscar un sitio, el silencio abrupto me hizo detenerme. Algo estaba pasando.
Delante de todos, en el centro del comedor, estaba Richard, rodeado por un grupo de estudiantes que lo miraban con una mezcla de burla y expectación. Una chica, reconocida por su lengua afilada y su falta de filtro, estaba de pie frente a él, con una sonrisa maliciosa.
—¿Así que el gran Richard Ríos necesita que lo defiendan las niñas? —gritó la chica, provocando una ola de risas y murmullos entre los presentes.
Richard, con su habitual calma, apenas alterado, se encogió de hombros. Pero podía ver la tensión en sus ojos, la forma en que sus manos se crispaban a sus costados.
—Mejor una niña que sabe pelear que un montón de cobardes que solo atacan en grupo —respondió, su voz tranquila pero con un filo que no había oído antes.
La chica rió, una carcajada aguda que resonó en el silencio que se había vuelto a instaurar.
—Oh, ¿eso crees? —se burló, acercándose más a él—. Parece que necesitas que te salven todo el tiempo. ¿Qué vas a hacer, llamar a tu mamita?
Las risas crecieron, y algunos incluso comenzaron a corear de manera burlona. Miré a mi alrededor, buscando a Madison, pero no estaba por ninguna parte. Resoplé, frustrada y más que lista para acabar con esto.
Me abrí paso entre la multitud, sintiendo cómo cada par de ojos se fijaba en mí. Cuando llegué al centro, coloqué mi bandeja con un golpe sobre la mesa más cercana y me enfrenté a la chica.
—¿No tienes nada mejor que hacer que molestar a alguien que ni siquiera te está prestando atención? —le espeté, mi voz lo suficientemente alta como para que todos la oyeran.
La chica me miró, sorprendida por mi intervención, y luego su expresión se transformó en desdén.
—Oh, mira, aquí viene su caballero de brillante armadura... o debería decir, damisela? —se burló, provocando otra ronda de risas.
—Mejor damisela que perra —respondí, mis palabras cortando el aire como cuchillos. El comedor se quedó mudo. Nadie esperaba una respuesta tan directa, y mucho menos de mí, conocida por mantenerme al margen de los dramas.
La chica se quedó boquiabierta, mirándome con incredulidad. Richard, por su parte, me lanzó una mirada que no supe interpretar—una mezcla de agradecimiento y algo más profundo, algo que no esperaba ver.
—Vamos, Richard —dije, tirando de su brazo—. No vale la pena gastar tiempo aquí.
Lo guié fuera del comedor, dejando atrás los murmullos que comenzaban a crecer de nuevo. Mientras caminábamos por el pasillo, no pude evitar preguntarme qué estaba cambiando entre nosotros. Richard se mantuvo en silencio, y por una vez, decidí no presionar. Algo me decía que las cosas en el internado estaban a punto de complicarse aún más.