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Otro hijueputa año en este malparido colegio de mierda, pensé mientras me cepillaba los dientes con desgano. Me miré al espejo, observando esa mirada endurecida que me devolvía el reflejo. A veces me preguntaba cómo había llegado a este punto, pero ya ni me importaba. Organizé mi cama de forma mecánica y me di cuenta de algo: la cama de Madison estaba vacía. Eso no era raro, Madison siempre andaba por ahí, probablemente riendo o buscando algo lindo que hacer. A ella le encanta lo tierno, todo lo bonito, como si este internado de mierda no fuera más que un lugar donde pasar un buen rato.

Madison es mi mejor amiga desde que entré aquí, hace tres años. Al principio, pensé que no aguantaría su manera de ser, tan rosada y perfecta. Pero resultó ser el equilibrio perfecto para mí. Donde yo soy la que lidia con la mierda y pone la cara, ella es la que ilumina el día. Siempre despreocupada, siempre con una sonrisa en la cara, como si nada pudiera tocarla.

Este internado es como una burbuja: reglas existen, claro, pero aquí todos hacen lo que se les da la gana. ¿Por qué? Porque nuestros papás pagan lo suficiente para que así sea. Mientras las cuentas estén al día, a nadie le importa si te peleas, si sales de fiesta o si no haces nada. Un buen resumen de todo lo que este lugar representa: una cárcel dorada donde el dinero lo compra todo. Los profes se hacen los ciegos y el tiempo pasa, mientras cada quien sobrevive a su manera.

Me puse el uniforme, que ya me quedaba corto. El puto tiempo no perdona. Me peiné rápido: un lambido y un niñito, solo lo básico. Un poco de rubor, las cejas en su lugar y listo. No era necesario mucho más. Salí de la habitación con el teléfono en la mano, inmersa en mis pensamientos mientras recorría esos pasillos que ya me sabía de memoria. Casi no había nadie, solo el eco de mis pasos rompiendo la quietud de la mañana.

De pronto, unas voces me sacaron del trance.

—Dame el trabajo o tenemos problemas.

Reconocí la voz de inmediato: Sebastián "Híper-porquería" González. Siempre buscando problemas con los más débiles. Aceleré el paso y llegué a donde estaba, junto a sus dos perros fieles, Camilo y Juan. Los tres siempre juntos, siempre riéndose como si el mundo les perteneciera.

—Déjalo en paz, Sebastián. No te va a dar nada, cansón—le dije, aunque mi tono ya llevaba una advertencia.

Sebastián se giró hacia mí con esa sonrisa falsa. Levantó las manos, fingiendo inocencia, pero no era más que una actuación patética. Con un gesto rápido, le dio una bofetada ligera a Richard, el chico que estaba intimidando. Richard apenas se movió, pero su cara lo decía todo.

—Nos vemos más tarde, Ríos—soltó Sebastián antes de largarse con sus secuaces.

—Nos vemos más tarde—lo imité con desprecio, observando cómo se alejaba.

Me volví hacia Richard, quien me miraba, tragando en seco, con una mezcla de vergüenza y alivio. Este tipo siempre terminaba en problemas cuando no tenía a su mejor amigo, Muñoz, cerca.

—¿Se embobó o qué, Ríos?—le dije, cruzando los brazos—¿Se va a dejar molestar cada vez que no está Muñoz? ¡Gran huevón!

Él bajó la mirada y negó con la cabeza, pero no dijo nada. Sabía que tenía razón. Lo miré de arriba abajo y suspiré. Richard Ríos es un joven con un estilo urbano y desenfadado que se refleja en su atuendo casual y su gorra de béisbol negra llevada al revés. Su rostro, de rasgos suaves y juveniles, es enmarcado por unas gafas de montura clara que resaltan su mirada penetrante y atenta. Tiene una sonrisa leve, casi imperceptible, que sugiere un aire de confianza y reserva. Su piel es de tono claro y su cabello, visible bajo la gorra, es corto y ligeramente ondulado. Luce pendientes en ambas orejas y un piercing discreto en el labio inferior, aportando un toque de rebeldía a su apariencia general.

Le quité los papeles que sostenía. Era su tarea de historia, y por lo visto, Sebastián quería robársela.

—Hazme el de historia—le dije, sin siquiera pedir permiso—. Y agradece que te salvé de que te metieran la cabeza en el inodoro... otra vez.

—Eso fue hace dos años, supéralo—respondió Richard, tratando de sonar indiferente, aunque el recuerdo claramente lo avergonzaba.

Solté una carcajada, sin poder evitarlo. Pobre tipo, siempre metido en problemas. Le hice un gesto para que me siguiera mientras caminábamos hacia el comedor. A veces me preguntaba por qué me tomaba el tiempo con él, pero algo en Richard me generaba curiosidad. Había algo más ahí, algo que no dejaba ver fácilmente.

Cuando llegamos al comedor, nos separamos. Yo fui directo a donde Madison ya estaba sentada, rodeada de sus cosas rosadas y adorables. Siempre perfecta, siempre tan fuera de lugar en este internado de mierda, pero de alguna manera haciendo que funcionara para ella.

—¿Dónde estabas, cuchurrumi?—le pregunté mientras me sentaba a su lado.

Madison me sonrió, una sonrisa radiante, como si todo estuviera perfecto en su mundo. La miré y no pude evitar sentir algo de alivio. A veces, me contagiaba su forma de ver las cosas, aunque no siempre lo reconociera.

—Ay, por ahí, viendo si en la tienda nueva trajeron esos ositos de peluche que te dije—dijo, con su tono dulce e inocente—. ¡Te juro que son lo más lindo que has visto!

Reí entre dientes. Madison, con su mundo perfecto y rosa, siempre con cosas tiernas en la cabeza. Era el polo opuesto a todo lo que yo era, pero ahí estábamos, inseparables.

—Siempre pensando en peluches—le dije, negando con la cabeza, pero con una sonrisa sincera.

Madison era el tipo de chica que no veía la oscuridad en las cosas. Nada parecía afectarla, ni el caos de este lugar, ni los problemas que todos los demás enfrentábamos. A veces envidiaba esa tranquilidad que parecía tener, pero sabía que alguien tenía que ser la fuerte, y ese papel siempre había sido mío.

El resto del desayuno pasó rápido, entre risas y los chismes habituales de Madison, pero debajo de esa calma, yo podía sentir que algo estaba a punto de explotar. Solo era cuestión de tiempo.

El niñito ese - Richard RiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora