Charles Leclerc y Max Verstappen eran más que solo rivales en la pista. Desde hacía tiempo, ambos sentían una atracción silenciosa el uno por el otro, algo que iban más allá de la competitividad y la adrenalina que compartían durante cada carrera. Sin embargo, el mundo del automovilismo y su fama como pilotos de élite no les permitían mostrar sus verdaderos sentimientos. Así que se mantenían distantes, atrapados en las miradas furtivas y en la tensión que se acumulaba cada vez que sus caminos se cruzaban.
Aquella noche, tras una de las carreras más intensas de la temporada, se organizó una celebración con fuegos artificiales. Los pilotos se encontraban en una terraza que daba una vista perfecta al cielo nocturno. Charles, decidido a acercarse a Max de una vez por todas, lo invitó a acompañarlo a una zona más apartada, lejos de las miradas curiosas de sus compañeros y de las cámaras.
Max aceptó la invitación con una mezcla de nervios y anticipación. Se movió junto a Charles hacia un rincón más oscuro de la terraza, donde la luz de los fuegos artificiales no alcanzaba. Se quedaron en silencio por un momento, escuchando el estallido de colores en el cielo. Charles notó cómo las manos de Max temblaban ligeramente, y no pudo evitar una sonrisa al ver esa faceta vulnerable de quien, en la pista, siempre se mostraba tan feroz.
El aire estaba cargado de tensión, una mezcla de deseo y miedo a lo desconocido. Charles, con su habitual confianza, se acercó aún más a Max, lo suficiente como para que sus brazos se rozaran. Max bajó la mirada, sintiendo su corazón acelerarse. Estar tan cerca de Charles le hacía sentir pequeño y expuesto, algo que no le gustaba en absoluto, pero a la vez, lo emocionaba.
—Mírame, Max —susurró Charles con una voz firme pero suave.
Max levantó la mirada lentamente, encontrándose con los ojos verdes de Charles, que lo miraban con una intensidad que lo desarmaba por completo. Entonces, Charles alzó una mano y, con delicadeza, la llevó al rostro de Max, acariciando su mejilla con el pulgar. Max cerró los ojos, sintiendo el calor de la mano de Charles, y un escalofrío recorrió su columna vertebral.
—No tenemos que escondernos de nosotros mismos —dijo Charles, su voz baja, casi como un murmullo.
Los fuegos artificiales seguían iluminando el cielo, pero para ellos, el mundo se había reducido a ese momento. Charles se inclinó lentamente y dejó un suave beso en la frente de Max. Max sintió cómo su corazón latía con fuerza, como si quisiera salirse de su pecho. Por un segundo, se olvidó de las cámaras, de los titulares y de todo lo que podría suceder si alguien los viera. Solo importaban ellos dos.
Max abrió los ojos, mirando a Charles, que no apartaba la vista de él. El monegasco sonrió, y con esa misma confianza, lo rodeó con sus brazos, atrayéndolo hacia sí. Max dejó escapar un suspiro, rindiéndose al abrazo de Charles, permitiéndose sentirse seguro y protegido en sus brazos.
—No importa lo que piense el mundo —continuó Charles, susurrando cerca de su oído—. Solo importa lo que sentimos nosotros.
Max sintió cómo las palabras de Charles lo envolvían, lo llenaban de una calidez que nunca antes había experimentado. Alzó la mirada nuevamente y, con valentía, se acercó para unir sus labios con los de Charles en un beso lento, lleno de todo lo que habían reprimido durante tanto tiempo. Charles correspondió, sosteniendo a Max con firmeza, como si quisiera asegurarse de que no se escapara, como si fuera lo más valioso que había tenido entre sus brazos.
Los fuegos artificiales continuaban explotando en el cielo, pintando el horizonte de colores brillantes. A lo lejos, se escuchaban las risas y las voces de sus compañeros, pero para ellos, todo se desvaneció. En ese instante, solo existían Charles y Max, compartiendo un beso que sellaba algo más profundo, algo que habían negado por mucho tiempo.
Finalmente, se separaron, pero Charles no dejó que Max se alejara demasiado. Apretó suavemente la cintura de Max y lo atrajo hacia su pecho. Max apoyó su cabeza contra el hombro de Charles, sintiendo la tranquilidad que le daba estar así, tan cerca de él. Ambos miraron al cielo, disfrutando de la vista de los fuegos artificiales, sintiendo que, a pesar de todo, habían encontrado un momento que era solo suyo.
—No sé qué pasará después de esto —murmuró Max, su voz apenas un susurro—. Pero no me importa.
—No necesitas saberlo ahora —respondió Charles, acariciando suavemente la espalda de Max—. Lo único que importa es que estamos aquí, juntos.
Y así se quedaron, abrazados bajo el cielo iluminado, conscientes de que el camino que tenían por delante no sería fácil. Pero en ese momento, nada más importaba. Solo el calor del otro, la sensación de que, al fin, se habían encontrado y no pensaban dejarse ir.
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