Carlos Sainz y Lando Norris llevaban saliendo en secreto desde hacía poco más de seis meses. Su relación era un oasis de calma en medio del caos que significaba el mundo de la Fórmula 1. A ambos les encantaba pasar tiempo juntos, aunque eso significara viajar de un lado a otro del mundo, escondiéndose de las cámaras y la atención constante de los medios.
Una tarde, mientras estaban en la casa de Carlos en Madrid durante un raro fin de semana libre, decidieron salir a dar un paseo por el parque cercano. Querían disfrutar del buen tiempo y de la tranquilidad de estar lejos de los circuitos. Mientras caminaban por el sendero arbolado, Lando se detuvo de repente, con los ojos clavados en un arbusto cercano.
—¿Qué pasa? —preguntó Carlos, mirando en la misma dirección.
Lando señaló con una sonrisa emocionada. Entre las hojas y ramas, un pequeño cachorro de pelaje dorado asomaba la cabeza, temblando ligeramente. Estaba sucio y parecía perdido. Lando se agachó lentamente, extendiendo la mano hacia el cachorro, que lo miró con ojos asustados pero curiosos.
—Ven aquí, pequeñín —murmuró Lando con suavidad.
El cachorro, después de unos segundos de duda, se acercó a Lando, olisqueando su mano antes de lamerla tímidamente. Lando sonrió de oreja a oreja, mientras Carlos se agachaba a su lado, observando al animal con preocupación.
—Debe haberse perdido —comentó Carlos, acariciando la cabeza del cachorro—. No parece tener collar.
Lando miró a Carlos con una expresión que él conocía demasiado bien: la mirada que significaba que Lando ya se había encariñado y que no iba a dejar al cachorro allí solo.
—Carlos, no podemos dejarlo aquí —dijo Lando, sus ojos suplicantes—. ¡Míralo! Está asustado y solo.
Carlos suspiró, sabiendo que la decisión ya estaba tomada. Él también sentía un nudo en el corazón al ver al cachorro en ese estado.
—Vale —cedió, con una sonrisa—. Lo llevamos a casa y lo cuidamos hasta que encontremos a su dueño.
Lando asintió rápidamente, recogiendo al cachorro en sus brazos. El pequeño perro se acurrucó contra su pecho, pareciendo ya más tranquilo. Carlos no pudo evitar sonreír al ver la felicidad en el rostro de Lando mientras acariciaba suavemente al animalito.
De regreso a casa, se dedicaron a limpiar al cachorro y darle algo de comida. El pequeño perro se mostró agradecido, moviendo su cola con entusiasmo cada vez que uno de los dos se acercaba. Carlos se dio cuenta de que, aunque habían acordado temporalmente cuidar al cachorro, Lando ya había decidido que ese perro iba a formar parte de sus vidas.
Esa noche, mientras estaban acurrucados en el sofá, con el cachorro dormido en una manta a su lado, Lando levantó la mirada hacia Carlos.
—¿Qué nombre le ponemos? —preguntó en un susurro, como si no quisiera despertar al pequeño animal.
Carlos sonrió, sabiendo que este era el comienzo de una nueva etapa para ellos.
—¿Qué te parece "Turbo"? —sugirió, riendo levemente—. Va acorde con nuestra vida.
Lando se rió también, asintiendo con entusiasmo.
—Me encanta —dijo, apoyando su cabeza en el hombro de Carlos—. Turbo.
Desde ese día, Turbo se convirtió en una parte fundamental de su relación. El pequeño cachorro trajo aún más alegría a sus vidas, llenando los momentos que compartían en casa con risas y juegos. Con Turbo a su lado, Lando y Carlos encontraron una nueva forma de conectarse, cuidando juntos de su nuevo amigo peludo.
Y aunque el mundo exterior no sabía de su relación, dentro de las paredes de esa casa, con Turbo corriendo por el jardín y ellos dos riendo como nunca, Carlos y Lando sabían que, juntos, habían encontrado algo verdaderamente especial.
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