Al atravesar la puerta de la facultad, el aire parecía distinto, cargado de algo que no lograba identificar. Era como si el tiempo se hubiese detenido un segundo para permitirme absorber lo que significaba ese instante. La luz del atardecer teñía todo de tonos dorados, y el bullicio habitual de la calle parecía distante, amortiguado, como si el mundo estuviera respetando mi momento.
Mis pies tocaron el suelo, pero sentía que flotaba, como si la gravedad ya no me afectara. La licenciatura, ese sueño lejano que tantas veces dudé alcanzar, ahora era una realidad, pero una tan surreal que costaba procesar. Todo lo que había sucedido durante el día, la presión del juicio, el dolor que había cargado por tanto tiempo, la verdad que había salido a la luz, y, finalmente, ese título en mis manos, se entrelazaban en una maraña de emociones imposible de desentrañar.
Miré hacia el cielo, buscando algo que me anclara a la realidad, y cerré los ojos por un instante. Era irreal haber llegado hasta aquí. Era irreal ser licenciada después de todo. Y, sin embargo, la sensación de triunfo, de haber cruzado una línea invisible que me había retenido durante años, me recorría el cuerpo como un río liberado de su cauce.
Todo lo vivido, cada sacrificio, cada herida, cada momento de duda y desesperación, había quedado atrás. Ahora, estaba al otro lado. Mientras intentaba asimilar lo que significaba ese título en mis manos, un sonido lejano, como un estruendo, me sacó de mis pensamientos. Mi cuerpo se tensó por un segundo, confundido, hasta que un estallido de gritos y risas rompió el silencio de mi mente. Alcé la vista y, de repente, una guirnalda de colores cayó justo frente a mí, desplegándose en el aire como una ráfaga de alegría.
Ahí estaban ellos: mi familia, mis amigos, mis seres queridos. Todos parados en la puerta, sonriendo, aplaudiendo, algunos con lágrimas en los ojos, otros con carteles y serpentinas. La sorpresa me golpeó de lleno. Mi corazón, que momentos antes latía aún atrapado en la vorágine del día, se aceleró de nuevo, pero esta vez de una forma diferente, lleno de calidez y emoción.
Mi mamá fue la primera en acercarse, su rostro iluminado de orgullo, abrazándome con una fuerza que me dejó sin aliento, pero al mismo tiempo me hizo sentir más viva que nunca. Mi papá detrás de ella, sonriendo como nunca antes lo había visto, con los ojos brillantes. Nicole, con una sonrisa traviesa, me lanzó una pequeña serpentina que aterrizó en mi hombro, mientras exclamaba algo que se perdió entre los gritos de celebración.
Cada abrazo, cada felicitación, se sentía como un pequeño eco que me recordaba lo lejos que había llegado. Amigos de la facultad, conocidos que se habían enterado de la noticia, incluso algunos de los profesores que me habían acompañado en el proceso, todos reunidos ahí, en ese momento que parecía sacado de un sueño.
Era una celebración improvisada, caótica y perfecta en su imperfección. La guirnalda ondeaba sobre nuestras cabezas, mientras las risas se mezclaban con el sonido de los bocinazos de los autos que pasaban. Todo el cansancio acumulado del día, toda la tensión, el juicio, la tesis, las dudas... todo se disipaba en medio de ese estallido de alegría compartida.
Me quedé ahí, de pie, rodeada por quienes más quería, sin poder dejar de sonreír. Sentía que todo lo que había pasado ese día, por más duro que hubiera sido, me había llevado a ese momento exacto. Era una sensación de alivio, de logro, de amor, todo al mismo tiempo, y por primera vez en mucho tiempo, me permití simplemente disfrutarlo. Cuando mi mamá se acercó entre la multitud, su sonrisa era tan cálida que por un momento todo lo demás se desvaneció. Me miró con esos ojos que tantas veces habían estado llenos de preocupación, de miedo por todo lo que había atravesado en los últimos meses. Pero esta vez no había nada de eso, solo orgullo puro y sin reservas.
—Estoy tan orgullosa de vos, mi amor —dijo, con la voz temblando de emoción.
Sus palabras me atravesaron, rompiendo las últimas barreras que había mantenido en pie durante el día. Había pasado por tanto ese día, desde el juicio hasta la defensa de mi tesis, y todavía llevaba puesta la misma ropa que había usado en el tribunal, arrugada y un poco desalineada, testigo de todo lo que había vivido. Parecía que habían pasado semanas, no horas. El eco del juicio, las miradas cruzadas con Guido, las preguntas que me habían hecho tambalear... todo estaba ahí, pegado a mí como esa ropa.
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Cicatrices en el pentagrama | GUIDO SARDELLI
RomanceMeret, de 25 años, está decidida a hacer una tesis que marque la diferencia en su carrera universitaria en artes musicales. Su idea de grandeza surge cuando decide investigar a Guido, un músico retirado que fue acusado de asesinato y cuya carrera se...