Epílogo

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La montaña se extendía a nuestro alrededor como un vasto lienzo de naturaleza inmaculada. El cielo se tornaba en una paleta de tonos cálidos y dorados a medida que el sol comenzaba su descenso hacia el horizonte, creando un contraste impresionante con la nieve que cubría las cumbres más altas. A nuestros pies, el pasto verde se extendía suavemente, interrumpido solo por las rocas que emergían de la tierra como guardianes de este paisaje sereno.

Que hermoso que era Suiza.

Sentados en la alfombra verde, ambos cubiertos por gruesos abrigos y mantas que nos protegían del frío cortante, nos encontramos en un rincón apartado del mundo, donde el único sonido era el susurro del viento y el crujido de la nieve bajo nuestros pies. El aire fresco y limpio de la montaña nos envolvía, dándonos un respiro de la vida que habíamos dejado atrás.

El atardecer proyectaba sombras alargadas sobre el valle, y el cielo, ahora mezclado con tonos rosados y lilas, parecía una obra de arte en constante cambio. Guido y yo estábamos en silencio, contemplando el paisaje y disfrutando de la paz que solo un lugar tan remoto podía ofrecer. Sus manos, aún cálidas a pesar del frío, estaban entrelazadas con las mías, brindándome una sensación de seguridad y pertenencia que solo él podía ofrecerme.

Mientras el sol se escondía lentamente detrás de las montañas, el paisaje se sumía en una calma profunda, y el frío se hacía más intenso, pero también más acogedor, rodeándonos con su abrazo helado. Era un momento perfecto de reflexión y tranquilidad, un respiro que nos permitía mirar hacia atrás con gratitud y hacia adelante con esperanza.

Guido me señaló con un gesto relajado hacia una casa diminuta en el punto más alto de la montaña. La construcción, sencilla y acogedora, parecía una extensión natural del paisaje nevado. Con un tejado inclinado y paredes de piedra, la casa parecía destacar sin esfuerzo, rodeada de un manto de nieve que brillaba bajo el resplandor del atardecer.

—Mira eso —dijo Guido, señalando la casa con una mezcla de admiración y anhelo—. Qué lindo vivir ahí.
Guido se estiró sobre el pasto, su abrigo y la manta formando una barrera contra el frío. Miré a su lado y vi su perfil, suavemente iluminado por el crepúsculo. Sus ojos estaban fijos en la casa lejana, y su expresión era de añoranza y contemplación.

—Nadie te molesta, nadie sabe de vos—agregó, su voz suave y pensativa—. Imagínate despertarte ahí a la mañana.

El cielo se oscurecía lentamente, permitiendo que las estrellas comenzaran a aparecer, titilando en la vasta oscuridad. El silencio de la montaña se hacía más profundo, creando una atmósfera de calma y serenidad que contrastaba con el ajetreo de nuestras vidas anteriores.

—Sí, un sueño —respondí, sintiendo el frío en mi piel, pero también la calidez de su presencia. La paz del momento envolvía todo, y mientras mirábamos la casa desde nuestra posición, un sentimiento de tranquilidad nos rodeaba.

Guido sonrió, su mirada aún fija en la casa, y luego me miró a los ojos con una expresión de profunda gratitud.

—Podríamos empezar a ahorrar —dijo—. ¿Te gustaría vivir acá?

Nos quedamos en silencio, disfrutando de la belleza del atardecer y del cielo estrellado, conscientes de que este momento, aunque breve, era un reflejo perfecto de la paz y la felicidad que habíamos encontrado juntos.
Asentí sin dudarlo. Suiza siempre había sido nuestro destino favorito. En estos cinco años, habíamos venido dos veces, y cada visita había sido como un sueño, un refugio perfecto del mundo que dejábamos atrás.

—Me encantaría —respondí, mi voz llena de sinceridad y emoción.

Mi mirada se regresó a la suya y observé cómo su rostro se iluminaba con los últimos rayos del sol, que proyectaban un brillo dorado sobre él. El cielo se había vuelto de un azul profundo, y el resplandor tenue del atardecer acentuaba los rasgos de su rostro. Su nariz, ligeramente roja por el frío, contrastaba con el tono cálido de su piel.

Cicatrices en el pentagrama | GUIDO SARDELLIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora