Capítulo 19: La Clase del Destino

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El aula del laboratorio era fría y austera, las paredes de metal gris reflejaban la luz artificial que iluminaba el espacio. Elia y sus compañeros estaban sentados en filas, con expresiones de miedo y resignación. El profesor, un hombre de mirada gélida y voz monótona, se paseaba por el aula como un depredador acechando a su presa.

-Hoy es un día importante -anunció con un tono que no permitía objeciones-. Es hora de que trabajen en el mundo exterior. Han sido preparados para esto.

Los murmullos de inquietud comenzaron a correr entre los niños. Sabían que salir al mundo exterior significaba enfrentarse a una realidad cruel, pero lo que más les aterraba era la amenaza que pendía sobre ellos como una espada afilada: el implante de bomba en su cuello.

-Cualquiera que intente escapar -continuó el profesor, sus ojos fríos escaneando a cada uno de ellos-, sufrirá las consecuencias. El implante se activará y... (hizo una pausa dramática) ...su cabeza volará por los aires.

El silencio se apoderó del aula. Todos los niños tenían miedo; sus ojos reflejaban tristeza y desesperación. Entre ellos había un niño desconocido para Elia, que a pesar de la tensión del momento, mantenía una sonrisa en su rostro. Su presencia era un rayo de luz en medio de la oscuridad, pero incluso él no podía ocultar completamente la preocupación en su mirada.

La clase avanzó entre explicaciones sobre el mundo exterior y las tareas que debían realizar. El profesor les hablaba de cómo debían integrarse en la sociedad, pero sus palabras eran solo un eco vacío para Elia. Su mente estaba atrapada en lo ocurrido el día anterior; usar a su difunta compañera como carnada la había dejado marcada, y ahora se sentía más vulnerable que nunca.

Al finalizar la clase, los niños fueron ordenados a regresar a sus celdas. Elia caminó lentamente, sintiendo el peso de la vergüenza aplastándola. Al llegar a su celda, se dejó caer en su "cama", un simple trozo de material áspero que apenas amortiguaba el frío del metal del suelo.

La noche se hizo eterna mientras se revolvía en sus pensamientos. Sabía que el profesor había mencionado que aquellos sin pareja serían eliminados por no utilizar habilidades sociales. La idea de morir la llenaba de pánico; no quería ser otra víctima del laboratorio.

-¿Con quién haré equipo? -se preguntó en voz baja, mirando al techo.

Pensó en sus compañeros: muchos le habían dado la espalda después del incidente, temerosos de ser asociados con ella. Sentía una soledad abrumadora. La culpa la consumía; había puesto en peligro a todos por su propia supervivencia.

A medida que las horas pasaban, Elia intentó recordar a algún compañero con quien pudiera formar un dúo. Había algunos cuyos nombres apenas podía recordar; siempre habían sido solo caras en medio del caos del laboratorio. Se preguntaba si alguno de ellos estaría dispuesto a arriesgarse a ser visto con ella.

La culpa y el miedo se entrelazaban en su mente mientras pensaba en lo que había hecho; cada vez que intentaba acercarse a alguien para formar un dúo, recordaba las miradas llenas de desconfianza y rechazo.

Finalmente, cuando los primeros rayos de luz comenzaron a filtrarse por las rendijas de su celda, tomó una decisión: debía encontrar una manera de reconquistar la confianza de los demás o enfrentarse sola al destino que le aguardaba.

Con el corazón latiendo aceleradamente y una mezcla de miedo y determinación en su pecho, se levantó de la cama y se preparó para enfrentar otro día en aquel lugar aterrador.

Salió al pasillo donde otros niños ya se agrupaban nerviosamente antes de entrar al aula nuevamente. Observó con atención las dinámicas entre ellos; algunos hablaban entre risas nerviosas mientras otros permanecían callados, sumidos en sus pensamientos oscuros.

Elia respiró hondo e hizo un esfuerzo por acercarse a un grupo pequeño. Su voz tembló cuando intentó hablar:

-¿Alguien quiere... hacer equipo conmigo?

Las miradas se volvieron hacia ella, pero no encontraron apoyo ni compasión; solo desconfianza y miedo. Una niña con el cabello rizado apartó la vista rápidamente como si Elia fuera contagiosa.

Desalentada pero decidida a no rendirse tan fácilmente, decidió buscar al niño desconocido que había sonreído durante la clase. Quizás él viera algo diferente en ella o simplemente tuviera el valor suficiente para ignorar lo sucedido.

Se movió entre los grupos hasta encontrarlo sentado solo en un rincón del pasillo. Tenía una expresión tranquila y serena, como si estuviera completamente ajeno al caos emocional que reinaba alrededor.

-Hola -dijo Elia con voz suave-. Soy Elia... ¿te gustaría hacer equipo conmigo?

El niño levantó la vista, sorprendido por su acercamiento. Por un momento pareció dudar, pero luego una chispa de curiosidad iluminó su rostro.

-Claro -respondió con una sonrisa genuina-. Me llamo Andrei. No deberías sentirte sola; todos estamos juntos en esto.

El corazón de Elia dio un vuelco ante esas palabras inesperadas. En ese instante sintió una pequeña chispa de esperanza encenderse dentro de ella. Quizás no todo estaba perdido después de todo.

A medida que se dirigían juntos hacia el aula nuevamente, sintió que aunque los retos eran grandes y aterradores, tenía al menos una persona a su lado dispuesta a enfrentar lo desconocido junto con ella.

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𝕻𝖗𝖊𝖌𝖚𝖓𝖙𝖆𝖑𝖊 𝖆 𝖑𝖆 𝖑𝖚𝖓𝖆Donde viven las historias. Descúbrelo ahora