Capítulo 31: La Luz en la Oscuridad

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Elia se encontraba sentada en un rincón del oscuro laboratorio, rodeada por un grupo de niñitos de apenas cuatro años. Sus risitas y juegos eran un pequeño rayo de luz en medio de la penumbra que envolvía el lugar. Sin embargo, el corazón de Elia estaba cargado de tristeza al recordar todo lo que esos pequeños tendrían que enfrentar.

Los niños hablaban entre ellos con inocencia, compartiendo sus experiencias. "A veces, cuando no entendemos algo, nos pegan", decía una niñita con ojos grandes y asustados. Elia sentía cómo su pecho se apretaba al escuchar esas palabras. La furia burbujeaba dentro de ella, pero sabía que debía mantener la calma. Con una sonrisa en su rostro, les respondía: "Siempre hay esperanza, chicos. Lo importante es que estamos juntos". Sin embargo, por dentro, cada sonrisa era un esfuerzo titánico para ocultar la tristeza que la invadía.

Los niños miraban a Elia con adoración, como si ella tuviera todas las respuestas. "¿Algún día podremos salir de aquí?", preguntó uno de ellos, su voz temblando ligeramente. Elia no supo qué decir. La verdad era oscura y aterradora; cada vez que pensaba en ello, una sensación fría la envolvía como una sombra implacable. Optó por mantener su sonrisa y seguir abrazando la luz que ellos traían a su vida.

De repente, un niño pequeño corrió hacia ella llorando. "¡Es él! ¡Él nos pega!", gritó mientras se aferraba a sus piernas. Elia sintió cómo el aire se volvía denso de miedo; todos los niños temblaron al escuchar el nombre del personal que los atormentaba. Sin pensarlo dos veces, Elia se levantó y enfrentó al hombre que había estado causando tanto dolor.

Cuando él se rió de ella y le preguntó quién era, Elia respondió con firmeza: "Soy Elia". Las palabras parecieron resonar en el aire como un eco poderoso. El hombre se paralizó al escuchar su nombre y, para sorpresa de todos, salió corriendo por el pasillo oscuro del laboratorio, dejando atrás su risa burlona.

Los niños estallaron en alegría y corrieron hacia Elia, abrazándola con fuerza. Era un momento breve pero hermoso; la esperanza brillaba en sus ojos una vez más. Pero mientras los abrazos cálidos la rodeaban, Elia no podía evitar sentir una punzada de dolor en su pecho. Sabía que esa felicidad era efímera y que pronto volverían a enfrentar el miedo y la opresión del laboratorio.

Más tarde esa noche, después de haber soportado varias inyecciones dolorosas en el laboratorio, Elia llegó a su celda sintiéndose débil. Los efectos del suero eran intensos y comenzó a vomitar. Su cuerpo estaba exhausto y dolía como si hubiera sido golpeado por una tormenta.

Mientras las lágrimas caían silenciosamente por sus mejillas, se dejó llevar por el dolor emocional y físico que sentía. Era agotador ser fuerte todo el tiempo; siempre sonreír para calmar a los demás mientras ella misma luchaba con sus propios demonios. En ese momento de soledad absoluta, las paredes frías parecían cerrarse a su alrededor como si quisieran devorarla entera.

Elia recordó momentos oscuros de su vida antes del laboratorio: las noches sin dormir preocupándose por aquellos a quienes amaba y las pérdidas que había tenido que enfrentar sola. Cada lágrima caída era un recordatorio del peso que llevaba sobre sus hombros; no solo era responsable de sí misma sino también de esos niños inocentes que dependían de ella para sentir un poco de esperanza.

La tristeza se apoderó de ella como una marea imparable. Se preguntaba si alguna vez podrían escapar juntos o si estaban destinados a ser prisioneros en ese lugar tétrico para siempre. En medio del llanto silencioso, pensó en cada uno de esos pequeños rostros llenos de confianza en ella; ¿qué harían sin su guía? Esa carga era casi insoportable.

Mientras las sombras danzaban en las paredes frías del laboratorio, Elia se prometió a sí misma que encontraría una manera de liberar no solo a los niños sino también a sí misma de ese oscuro lugar. Con cada suspiro entrecortado, alimentaba esa promesa con la esperanza que aún ardía débilmente en su corazón; quizás algún día podría dejar atrás no solo el laboratorio sino también la tristeza profunda que había aprendido a ocultar tras una sonrisa brillante.

Y así permaneció allí, aferrándose a esa chispa de luz en medio del abismo; porque aunque la oscuridad intentara aplastarla, dentro de ella había una fuerza indomable lista para luchar.

𝕻𝖗𝖊𝖌𝖚𝖓𝖙𝖆𝖑𝖊 𝖆 𝖑𝖆 𝖑𝖚𝖓𝖆Donde viven las historias. Descúbrelo ahora