Sin Nombre se reclina en su imponente trono de piedra. La cueva subterránea, guarda un escalofrío aterrador que contrasta con el calor opresivo del verano exterior.
Con las piernas cruzadas, juega perezosamente con sus dedos, creando pequeños copos de nieve que danzan en el aire. Los dirige hacia arriba, donde brillan como estrellas, luego los hace descender, para finalmente destruirlos en la palma de su mano.
Después de varios minutos, la aburrida espera ha terminado.
Número Uno, su fiel subordinado, finalmente ha llegado, pero no viene solo. Junto a él, un grupo inusual se arrastra, un gran encargo que ha traído consigo.
La eficacia de este hombre es tan alta que Sin Nombre no puede imaginar qué haría sin él. Si pudiera aplicar un dicho a su relación, sería el clásico "tal para cual", dos mitades que se complementan a la perfección, como si el destino hubiera unido sus caminos, creados para hallar en el otro la fuente de su felicidad.
Las ocho mujeres del templo del Norte entran con él, arrastrando los pies heridos, con sus prendas sucias y desgastadas.
En la formación, dos subordinados de Número Uno, controlan adelante y atrás, para que nadie tuviese la oportunidad si quiera de imaginar romper la formación.
Lamentablemente, las tres oráculos, esas voces que alguna vez susurraron mensajes de futuro al Emperador, fueron ejecutadas en el templo. A sus cuerpos marchitos les cortaron la cabeza, quemando sus restos en pozos improvisados.
El fuego fue su último adiós.
—Bienvenidas —dice Sin Nombre, levantándose lentamente de su trono.
Las mujeres, aún agobiadas por el arduo recorrido, tratan de mantenerse alertas. Las mayores, con un instinto maternal, cubren a las más pequeñas, como si sus delgados y atrofiados cuerpos pudieran ofrecer alguna protección. Sus rostros reflejan el terror y la resistencia, una imagen que, provoca en Sin Nombre una risa incontrolable.
Se ríe a carcajadas, su risa retumbando en las paredes de piedra, volviéndose cada vez más y más siniestra.
Las tres más pequeñas, temerosas, se agazapan detrás de las mayores temblando de miedo. Las mujeres, aunque debilitadas, forman un semicírculo para protegerlas y miran con rencor a la figura que se burla de ellas.
—¿De verdad creen que pueden desafiarme? —pregunta Sin Nombre, su sonrisa cruel destilando diversión.
Coloca las manos en la espalda y ladea la cabeza hacia Número Uno. Este, como si pudiera leer sus pensamientos, asiente. Eleva la mano y una esfera de maná azul se forma en su palma. Al desplazarse hacia las mujeres, la esfera se abre y se convierte en una gruesa cadena, enroscándose sobre sus cuerpos y sometiéndolas al suelo.
—¡¿Por qué nos hacen esto?! —grita una de ellas.
—¡Dejen a las niñas! —suplica otra.
—Oh, ya veo. Eres la mayor, ¿cierto? ¿Te preocupan las pequeñas? —la voz de Sin Nombre se desliza como veneno, mientras se acerca lentamente. Se inclina frente a ella, lo suficiente para que sus ojos se encuentren, su mirada gélida clavándose en la de la mujer—. Pero dime, si tanto te preocupaban, ¿por qué no hiciste este mismo acto patético ante el Sumo Sacerdote?
La mujer aprieta las muelas con fuerza, los músculos de su mandíbula tensos. Avergonzada, agacha la cabeza, como si con ello pudiera escapar de la verdad que tanto desprecia.
Sin Nombre suelta una carcajada, un "¡JA!" que retumba en la cueva, seco y desprovisto de cualquier atisbo de humor.
—Si fuera tú me callaría. Lo único que haces con tus palabras es exhibir tu propia hipocresía. Si de verdad te importaran estas personas —su tono se endurece y comienza a señalar a cada una de las mujeres—, como la mayor, no habrías permitido lo que ocurrió ahí dentro. Pero tú... y ellas... permitieron que las ultrajaran.
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La santa debe morir// En Corrección
FantasíaUna Autora que transmigra a su mediocre y nefasta novela. ¡Esa autora decide morir! -Disculpe, sensual y atractivo protagonista podría dejarme en paz. ಠಗಠ -Lo siento, debe morir al final. -Tranquilo, le ahorro las molestias. -Una pena, pero la nec...