CAPITULO 17

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JULIA


Había despertado con una sensación de paz que hacía tanto tiempo no experimentaba. Alex a mi lado, el calor de su cuerpo envolviéndome, me hacía sentir que, por un instante, todos mis problemas se habían desvanecido, como si la tormenta que llevaba dentro se hubiera calmado por unas horas. Esa mañana, mientras me ponía su camiseta, sintiendo la tela suave rozar mi piel y el aroma de él impregnándome, parecía casi como si la vida pudiera ser así de sencilla, sin sombras ni amenazas.

Pero esa ilusión se desvaneció poco después, mientras estábamos desayunando juntos. El silencio no era incómodo, y la tranquilidad que me invadía hacía que cada bocado supiera mejor de lo que recordaba. Y entonces, de la nada, una punzada me atravesó el estómago, como si un puño invisible se hubiera cerrado sobre mis entrañas, desgarrándolas sin piedad.

Un malestar tremendo me invadió, un dolor tan agudo que me hizo dejar caer el tenedor, resonando contra el plato. Alex me miró, sus ojos llenos de preocupación.

—¿Julia? —preguntó, su voz llena de alarma. Yo intenté responder, decir algo que lo tranquilizara, pero no pude. Cada palabra se atoraba en mi garganta mientras el dolor se hacía más y más insoportable, como si cada nervio de mi cuerpo se encendiera con ese fuego.

Sentí que las fuerzas me abandonaban, y me dejé caer al suelo, agarrándome el estómago. Las lágrimas comenzaron a llenarme los ojos por el esfuerzo de aguantarlo. Todo lo que me rodeaba parecía desvanecerse, y solo quedaba el dolor, absoluto y despiadado.

Después de unos segundos, sin poder evitarlo, vomité. Alex estaba a mi lado, con las manos temblorosas, sin saber qué hacer. Sus ojos reflejaban el miedo que yo misma sentía, pero que intentaba disimular. Las lágrimas seguían bajando por mi rostro, no solo por el dolor físico, sino por la desesperación que sentía en ese momento.

La realidad me golpeó con fuerza: el tratamiento, mi salud... todas esas cosas que había intentado enterrar, pretendiendo que si las ignoraba desaparecerían, estaban ahí, haciéndose escuchar, recordándome que no podía seguir así. Aquella breve calma, esa sensación de que todo estaba bien, se desvanecía, reemplazada por la amarga certeza de que mi cuerpo no me estaba permitiendo huir de mis problemas.

Mientras estaba en el suelo, rodeada de mi propio vómito, sentí cómo el dolor y la vergüenza se mezclaban en un torbellino dentro de mí. Me costaba incluso mirarlo a los ojos, pero entonces Alex se levantó y, sin titubear, me ayudó a incorporarme, sus manos sosteniéndome con firmeza y cuidado. No podía articular palabra; la vergüenza me tenía completamente atrapada. Mi cuerpo apenas me respondía, y él, con una paciencia infinita, comenzó a limpiarme sin decir nada.

—Lo siento... —susurré apenas, incapaz de contener las lágrimas que seguían brotando de mis ojos. Mi voz sonaba débil, rota. El dolor no solo había sido físico, también había dejado una herida en mi orgullo.

Alex dejó lo que tenía entre manos y me cogió del rostro, con ambas manos apoyadas a los lados de mi cara. Su mirada estaba llena de una mezcla de tristeza y algo que no supe identificar del todo, pero que me hizo estremecerme.

—Ni se te ocurra pedir perdón —dijo con firmeza, su voz tan suave que me estremeció. —Ahora tranquilízate y ponte bien. Luego lo hablamos, ¿vale?

Asentí en silencio, agradeciendo en lo profundo de mi ser que no insistiera, que no hiciera preguntas, que no me obligara a hablar de lo que claramente no podía enfrentar en ese momento. Alex me llevó hasta el sofá y me ayudó a sentarme, su mirada nunca apartándose de la mía, buscando asegurarse de que estuviera bien, aunque no lo estuviera del todo.

Lo observé mientras volvía a la cocina y empezaba a limpiar todo. Cada uno de sus movimientos era eficiente y cuidadoso, como si no quisiera dejar rastro alguno del mal momento que acababa de suceder. Y en ese instante, sentí algo quebrarse dentro de mí. Había algo en la manera en que lo hacía todo por mí, en su silencio protector, que me hacía sentir, por primera vez en mucho tiempo, que no estaba completamente sola. Pero la vergüenza aún me cubría como una manta pesada, y me quedé quieta, abrazándome las rodillas y tratando de recuperar el aliento.

SUSURROS EN LA OSCURIDAD|| 2 FinalizadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora