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Capítulo 1: La Tormenta Interior

Era una noche fría y feroz, donde el viento golpeaba las ventanas y la lluvia caía como si el cielo se estuviera desgarrando. Los truenos retumbaban con tal fuerza que hacían vibrar las paredes, como si el mundo estuviera al borde del colapso. Pero ahí, en medio de todo ese caos, estaba Rachel, sentada en la oscuridad de su cuarto, observando cómo los relámpagos iluminaban momentáneamente su habitación sombría. Cada destello de luz a través de la ventana proyectaba sombras fantasmales en las paredes, alimentando sus pensamientos más oscuros.
No podía dormir, no esta noche. No solo era el rugido de la tormenta lo que la mantenía despierta, sino algo mucho más profundo. Sus pesadillas, recurrentes y despiadadas, siempre la visitaban en noches como esta. Cerraba los ojos y, en un instante, las caras de todas las personas que había asesinado en nombre de Hydra volvían para atormentarla. Sus ojos la miraban fijamente, vacíos y llenos de culpa, como si reclamaran su vida perdida. Las manos de Rachel temblaban ligeramente, pero no de frío. Era el peso del remordimiento que llevaba en su pecho.
Los gritos, el llanto, las súplicas. Todo se mezclaba en una espiral de confusión con los vagos recuerdos de su infancia, esos destellos de inocencia que apenas podía recordar. Solía haber un tiempo en el que ella no era una asesina. Hubo un tiempo en que era una niña, riendo, corriendo libre por campos soleados. Pero esos recuerdos eran ahora frágiles, distantes, como un sueño lejano que se desvanecía cuanto más intentaba aferrarse a él.
Miró sus manos. Manos que habían tocado tantas vidas... y las habían apagado. El frío de la habitación se intensificaba a medida que los pensamientos oscuros la envolvían. En esas noches, Rachel se sentía atrapada entre dos mundos: el de la niña que alguna vez fue y el de la asesina en la que se había convertido. Era una batalla interna que nunca parecía tener fin.
Otro relámpago iluminó la habitación, arrancándola de sus pensamientos, y Rachel cerró los ojos con fuerza. Quería escapar, pero no había salida para ella. Ni en la tormenta, ni en sus sueños, ni en su propia mente.
Sabía que, eventualmente, tendría que levantarse y enfrentar su realidad. La vida de una agente de Hydra no permitía debilidad. Pero en momentos como este, cuando el mundo parecía a punto de derrumbarse, Rachel no podía evitar preguntarse quién era realmente. ¿La niña que alguna vez soñó con ser libre? ¿O el monstruo que su "padre" había creado?
Los truenos retumbaron nuevamente, y Rachel susurró al vacío. —¿Cuánto más podré soportar esto?
Rachel se levantó lentamente del suelo, sacudiéndose los pensamientos oscuros que solo servían para hacerla débil. Debilidad. Eso era lo que su "padre" había combatido en ella desde que tenía memoria. No había lugar para el miedo, el remordimiento o el dolor en la vida que él había diseñado para ella. Su mente debía ser un arma tan afilada como su cuerpo, y no podía permitirse el lujo de derrumbarse.
Respiró hondo, cerrando los ojos por un momento, dejando que el rugido de la tormenta fuera su única compañía. Las caras, los gritos, los recuerdos… todo eso debía ser enterrado. Lo que importaba era el presente, y en el presente, Rachel debía mantenerse fría, sin emociones, sin remordimiento. Tal como fue entrenada.
Abrió los ojos con determinación y dejó esos pensamientos detrás, como si cerrara una puerta en su mente. No era la niña indefensa de sus sueños, era una agente de Hydra, una máquina letal. No había espacio para otra cosa.
Con pasos firmes, se dirigió hacia la cocina. Al entrar, no le sorprendió ver el caos que la rodeaba. Platos sucios amontonados, restos de comida abandonada en la encimera, y una sensación general de desorden. Rachel rara vez estaba en su propio hogar; el campo de batalla y las misiones eran su verdadera rutina. Este lugar era simplemente un sitio donde recargar fuerzas, no un hogar en el sentido tradicional.
Le lanzó una rápida mirada a la cocina, indiferente al desorden. No había tiempo para eso. El trabajo y las misiones siempre estaban por delante, y para ella, eso significaba que mantener el orden en su apartamento era lo último en su lista de prioridades. Vivía en un estado de constante movimiento, de caos calculado, donde su misión era lo único que importaba.
Abrió el frigorífico, buscando algo que pudiera saciar su hambre. Lo poco que encontró le recordó cuán ajena estaba a una vida normal. Comió un pedazo de algo frío y seco, apenas notando el sabor, y se apoyó en la encimera mientras sus pensamientos intentaban regresar a las sombras de la noche anterior.
—Fría. Sin emociones, —se repitió a sí misma, como un mantra. Eso es lo que debía ser. Eso es lo que fue entrenada para ser.
Pero aunque intentaba seguir adelante, la tormenta seguía resonando en el fondo, tanto afuera como en su mente, recordándole que, por mucho que intentara enterrarlo, los fantasmas del pasado nunca desaparecían del todo.
Rachel frunció el ceño mientras masticaba lo poco que había encontrado en el refrigerador. El sabor era terrible, pero el hambre le impedía detenerse. Sabía que debería haber hecho algo al respecto, que su vida no podía limitarse solo a misiones y caos. Tenía que empezar a poner algo de orden, al menos en este pequeño espacio que se suponía debía llamar "hogar".
—Esto es asqueroso, —murmuró, empujando el plato lejos de sí con una mueca de disgusto. —Mañana tengo que hacer algo al respecto o este lugar se va a convertir en un basurero.
Miró alrededor, como si pudiera ver la gravedad de su desorden en esa penumbra iluminada solo por los relámpagos. Las paredes parecían cerrarse sobre ella. Las esquinas de la cocina estaban cubiertas de polvo, los platos amontonados y una ligera sospecha de que, si seguía así, las ratas no tardarían en hacer su entrada.
—Mañana... —se repitió con una voz más apagada, pero sin mucha convicción.
Con una resignada exhalación, se dirigió hacia la cafetera, buscando algo que al menos le quitara el sabor amargo de lo que acababa de comer. Preparó un café caliente, observando cómo el vapor ascendía en espirales suaves. El calor de la taza en sus manos le brindaba algo de consuelo. Había algo en la simplicidad de preparar café que la hacía sentir, por un breve momento, que tenía algo de control.
Llevando la taza consigo, regresó a su habitación, sintiendo el frío en el aire a medida que los relámpagos continuaban iluminando el mundo exterior. Se envolvió en una manta, acurrucándose en la esquina de la cama mientras el aroma del café llenaba la habitación.
—Ordenaré todo mañana, —dijo en voz baja, más para convencerse a sí misma. —Si sigo así, aparecerán las ratas... y no quiero eso.
Pero, a pesar de sus palabras, sabía que había algo mucho más profundo que el simple desorden de su hogar. El caos interno que intentaba controlar la seguía arrastrando, aunque ella luchara por mantenerse firme y fría.
Tomó un sorbo del café, mirando hacia la ventana, observando cómo la tormenta rugía con furia. En el fondo, una pequeña parte de ella deseaba que, así como la tormenta eventualmente pasaría, también lo hiciera el caos que la envolvía día tras día.
Después de terminar su café, Rachel dejó la taza vacía en la mesa junto a la cama. Soltó un suspiro profundo, sintiendo el peso del cansancio acumulado en su cuerpo. Se cubrió por completo con las mantas, buscando un refugio en el calor que estas le ofrecían.
Cerró los ojos, intentando alejar de su mente las imágenes y recuerdos que la atormentaban cada noche. La tormenta seguía rugiendo afuera, pero dentro de su pequeña burbuja de mantas, el ruido parecía distante, casi lejano.
Respiró hondo varias veces, tratando de calmar su mente. Los pensamientos insistentes de sus misiones y los rostros de las personas que había eliminado la acosaban como sombras, pero finalmente, después de lo que pareció una eternidad, sus párpados se hicieron pesados.
Con un último suspiro, Rachel, al fin, se dejó arrastrar por el sueño, aunque sabía que sus demonios volverían a visitarla en la oscuridad de la noche.

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