Albert

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La puerta de la enfermería se abrió de golpe, y Freya Freefield entró con paso firme. Su semblante era frío e impenetrable, pero la expresión sombría en sus ojos delataba algo más: agotamiento y una verdad amarga. Albert se levantó de su silla de inmediato, su corazón dando un vuelco. 

Habían vuelto.

Sabía que traían noticias, pero no estaba preparado para lo que iba a escuchar.

—¿Dónde está Leonard? —preguntó Albert al ver solo a Freya entrar, con la voz tensa, como si las palabras quemaran en su garganta.

Freya se detuvo frente a él y a Christian, que permanecía al fondo de la sala con los brazos cruzados, el rostro endurecido por la preocupación y la ira contenida. Freya respiró hondo y soltó las palabras sin rodeos.

—Leonard no volverá por ahora. Se quedó atrás... por voluntad propia.

El silencio que siguió fue insoportable. Albert sintió como si el suelo se desmoronara bajo sus pies.

—¿Qué? —susurró, sin poder creerlo—. ¿Por qué haría algo así?

Freya, imperturbable, continuó:

—Me pidió que les dijera que no se preocupen por él. Dijo que iba a colaborar por el bien de todos, y que un día regresaría.

Albert sintió que le faltaba el aire. No podía imaginar a Leonard enfrentando solo ese infierno, soportando todo lo que Alaric pudiera hacerle. Pero lo peor vino con el último mensaje que Freya transmitió.

—Y para ti, Albert... —continuó ella, mirándolo directamente a los ojos—. Dijo que te ama. Y que no quiere que desperdicies tu vida buscándolo. Quiere que cumplas tu sueño y te unas al ejército del reino. Por él.

Albert apretó los puños con tanta fuerza que sus nudillos se volvieron blancos. Un torbellino de emociones lo consumía: amor, culpa, rabia... y algo más profundo, más oscuro: la desesperación.

—No... —murmuró, sacudiendo la cabeza—. No puedo dejarlo allí. No puedo seguir con mi vida como si nada.

Freya lo miró con severidad, como si quisiera sacudirlo para que entendiera.

—Albert, él tomó esta decisión para protegerte. Quiere que vivas.

Pero Albert ya había decidido.

—Voy a unirme al ejército —dijo, con voz firme, como si esas palabras fueran una promesa—. Pero no para olvidarme de él. Me entrenaré. Me haré más fuerte. Y cuando esté listo, iré a buscarlo.



Un golpe en la pared resonó en la habitación. Christian había golpeado un mueble con el puño cerrado, su rostro retorcido por la ira.

—¡Estás loco, Albert! —gritó, enfrentándolo con una furia que apenas podía contener—. ¿De verdad vas a hacer lo que Leonard dijo? ¿Vas a dejarlo allí solo, sin más?

Albert lo miró sin inmutarse. Su decisión ya estaba tomada, pero entendía la frustración de su amigo. Sabía que Christian no estaba solo enojado con él; también estaba enfadado consigo mismo por no haber podido hacer más por Leonard.

—Voy a buscarlo, Christian. Pero no ahora. Si voy en este momento, solo seré un estorbo. No seré lo suficientemente fuerte para salvarlo.

Christian dejó escapar una risa amarga y se apartó, mirando hacia otro lado.

—¿Y mientras tanto qué? ¿Esperar? ¿Entrenar como si esto fuera un juego? Leonard necesita nuestra ayuda ahora, no dentro de un año.

—¿Y qué sugieres? —replicó Albert, alzando la voz por primera vez—. ¿Que vayamos sin preparación y muramos todos? ¡Eso no ayudaría a nadie!

El silencio entre ambos se volvió pesado, cargado de resentimiento y dolor. Albert sabía que Christian no estaba dispuesto a aceptar su decisión, y algo dentro de él le decía que su amigo estaba a punto de quebrarse.

—Si tú quieres rendirte, hazlo —dijo finalmente Christian, con voz baja pero llena de veneno—. Yo no voy a quedarme esperando.

Albert sintió un nudo en el estómago al escuchar esas palabras.

—Christian...

Pero su amigo ya se estaba yendo. Con un último vistazo, cargado de decepción, Christian abrió la puerta y desapareció por el pasillo sin mirar atrás.



Esa noche, Albert se quedó solo en su habitación, mirando el techo mientras las sombras de la luna se proyectaban a través de la ventana. Pensó en Leonard, en la promesa que había hecho, en su amor y sacrificio. Sabía que Leonard esperaba que viviera su sueño, que se uniera al ejército, pero también sabía que nunca podría sentirse completo hasta encontrarlo.

Albert se juró a sí mismo que no importaba cuánto tiempo pasara, no importaba cuántas pruebas tuviera que superar. Se haría más fuerte. Por él. Por los dos.

Leonard sería suyo.


A la mañana siguiente, con la determinación grabada en cada fibra de su ser, Albert se presentó ante el reclutador del ejército del reino.

—Quiero unirme —dijo, sin titubear.

El oficial lo miró de arriba abajo y asintió.

—¿Nombre?

Albert enderezó los hombros y respondió con voz firme.

—Albert Hargrove.

Y con esas palabras, comenzó su nueva vida. Una vida dedicada a entrenar, a fortalecerse, a aprender todo lo necesario para enfrentar el destino que le esperaba. Porque sabía que, al final del camino, encontraría a Leonard.

Y cuando lo hiciera, nunca más lo dejaría ir.

El Príncipe y el Villano (BXB)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora