Capítulo 40) Confesiones

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Esa mañana, el ambiente en la casa estaba tenso desde el momento en que Elizabeth y su madre bajaron a desayunar. Wades estaba concentrado leyendo el periódico, con una expresión seria que no cambió hasta que las vio a ambas entrar en el comedor. Al verlas, dejó el periódico a un lado, se recostó en la silla y las observó en silencio por unos instantes.

—Marie Clere —dijo María con su habitual voz suave pero firme—, termina el desayuno. Tenemos que ir a estudiar tu lección.

Marie Clere, con la boca llena de cereal, la miró confundida.

—Pero, Nana, estamos de vacaciones —respondió la niña, con los ojos suplicantes—. ¿Puedo descansar hoy?

María, que ya conocía ese truco, le sonrió dulcemente antes de inclinarse y darle un beso en la frente.

—No hay vacaciones para el aprendizaje, mi niña. Ahora termina tu desayuno.

Marie Clere suspiró resignada, pero sonrió cuando la besé en la mejilla al despedirme de ella antes de que se fuera con María. Sabía que, a pesar de sus quejas, ella amaba a su nana y disfrutaba de esos momentos de estudio.

Wades, mientras tanto, no tardó en dirigir su atención hacia Elizabeth.

—Elizabeth —comenzó, su tono directo, sin rodeos—, creo que es hora de que busques dónde vivir. No quiero más problemas aquí, y vamos a dejar esto claro: dejarás de vivir en esta casa.

Elizabeth, que estaba en medio de cortar su tostada, dejó caer el cuchillo ruidosamente en su plato. La incredulidad en su rostro fue instantánea.

—¿Qué? —respondió, casi riéndose de lo absurdo que le parecía—. ¿Me estás echando? Esta es la casa de mi hermana, Wades. No puedes echarme a la calle por esa mujer —dijo, apuntándome con un dedo acusador. Su mirada estaba llena de desprecio—. Ella no es tu familia, yo sí.

La madre de Elizabeth, sentada a su lado, soltó un pequeño gemido de indignación.

—No puedes hacer tal cosa, Wades. Esta casa es el legado de Eliza, y Elizabeth tiene todo el derecho de estar aquí —agregó, su voz quebrada como si estuviera realmente conmovida.

Wades se mantuvo firme, sus ojos no mostraban compasión. Había algo diferente en él esa mañana; una decisión clara que ya no estaba dispuesto a discutir.

—Eliza está muerta —dijo con frialdad, mirando a Elizabeth con una determinación que cortaba el aire como un cuchillo—. Y estos días me han hecho entender muchas cosas. Ya no podemos seguir viviendo del pasado.

Elizabeth lo miró con los ojos muy abiertos, como si no pudiera creer lo que estaba escuchando.

—¡Esa mujer quiere eliminar todo rastro de mi hermana! —exclamó, levantándose de la mesa, su rostro rojo de furia—. ¿No lo ves? Está aquí para borrarla de tu vida, para ocupar su lugar. ¡No lo permitiré!

No pude quedarme callada. Sabía que las cosas iban a explotar, pero también sabía que era necesario ponerle fin a esa manipulación.

—No es cierto, Elizabeth —le dije con firmeza, pero sin alzar la voz—. No estoy aquí para eliminar a nadie ni para borrar nada. Esto no se trata de lo que tú crees.

Wades la interrumpió antes de que pudiera seguir.

—Para evitar estos inconvenientes, voy a vender esta casa —dijo con calma, como si acabara de tomar la decisión más simple del mundo.

Elizabeth explotó. Sus gritos resonaron por todo el comedor, llenos de furia y frustración.

—¡Esto es inaudito! ¡Estás loco! ¿Cómo puedes hacer algo así? —gritaba, sus ojos llenos de lágrimas de rabia—. Quitaste sus fotos, dejaste que ella —dijo, señalándome de nuevo— cambiara todo. ¡Esa mujer te lavó el cerebro! No puedes vender la casa de mi hermana. Esta casa no está en venta, Wades.

La Mujer Del Diablo© ACTUALIZANDO Donde viven las historias. Descúbrelo ahora