*¡Nuevo capítulo todos los martes y jueves!*
Un encuentro, una mirada, una voz, solo eso es suficiente para que alguien se meta en tus venas y se convierta en todo tu mundo.
El estoico Ben Danner ya tiene mucho con lo qué lidiar en su vida; una vid...
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Aeryn, 22 años
Esa misma mañana…
Lo mejor de vivir en Nueva York, es la vista.
Lo peor… pues pueden ser muchas cosas, tales como: el olor, la segregación de clases, los pobres hombres sin hogar que gritan en el medio de Wall Street, la cantidad de ratas viviendo justo debajo de nosotros…
Sin embargo, lo que a mí más me toca los nervios, hace que mi respiración se acelere y apriete mis puños, es el tráfico.
El maldito tráfico que puede arruinar una agenda muy bien construida y cuidada.
Respiro hondo mientras miro a través de la ventana del taxi, intentando evitar los horribles pensamientos innecesarios de que debí haber traído a Max.
Solo… intento sonreír.
Desde que conocí a una adorable anciana en el momento más bajo de mi vida, he sonreído en mis peores momentos por el simple hecho de que me hace sentir mejor.
Si sonrío, los días malos no serán tan malos y yo no me sentiré tan triste.
—Creo que el tráfico seguirá así durante varias manzanas —dice el taxista.
Mi sonrisa se borra de inmediato.
—¿Sabe cuánto tiempo tardará? —pregunto, mirándolo con todas mis esperanzas y sueños rotos.
—Tal vez unos cuarenta minutos.
Tengo exactamente cuarenta minutos para llegar justo antes de que inicie la clase.
Puede que para otra persona eso hubiera sido ideal, pero no para mí. Suelo llegar siempre quince minutos antes. No porque tenga algo que hacer, sino porque siempre he llegado temprano a todos los lugares a los que voy. Estoy acostumbrada a eso desde que nací. Siempre lo hice.
Siempre.
—Vale… —respiro hondo, intentando evitar que la creciente ansiedad se apodere de mí—. ¿Sabe dónde se encuentra una estación del metro?
—Tal vez a unas cinco cuadras al este.
Le pago y salgo corriendo del taxi en dirección al este, y correr en tacones no suele ser lo más cómodo o menos doloroso, pero es que son Christian Loubutin, vale completamente la pena.
Llego al metro en tiempo récord, que es retrasado por la extensa fila que hay para entrar al vagón de mujeres. Ahogo una maldición y me dirijo al vagón común, agradecida eternamente cuando una anciana se mueve a un lado y me deja sentarme junto a ella, aunque empieza a hablarme de un nieto suyo que está soltero y que debería presentarnos alguna vez. Intento ser amable y sonrío un par de veces, pero ni bien el metro para en la estación, salgo corriendo susurrando un insípido ‘adiós’.