Tourniquet.

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Las calles son solitarias. El pavimento brilla con el sol y, en la línea del horizonte, el calor hace que el aire serpentee como en un desierto. Az toma nota de todo lo que ve: la forma de caminar de las personas, de hablar, de los edificios y las casas, es como un pequeño escáner humano que camina sin que su atención se desvíe por completo del chico que está siguiendo. Desgraciadamente Az no pasa desapercibido, es la única persona que usa negro en una ciudad a un costado de la playa y es más pálido que el papel.

El chico, aun viendo su celular, camina por la acera. Se mueve como un ciervo por las calles, esquivando los baches sin verlos, evitando a las personas antes de tenerlas en frente. Az siente algo hacia él, un extraña mezcla de repulsión y curiosidad mezclada con algo extraño que no quiere saber que es. Las bolsas a los costados le impiden cruzar un torniquete con la discreción que quisiera.

-¿A dónde viene, joven?-pregunta un hombre de camisa corta blanca en la caseta de policía. Su espeso bigote negro y sus grandes ojos bonachones le facilitan a Az la tarea de mentirle.

-Vengo con él-dice señalando con la cabeza al chico anónimo.

-¿También viene a pagar la colegiatura o a inscribirse?

-A pagar la colegiatura-dice sin pensar.

-Dígame entonces cual es su número de matrícula-contesta el policía sacando una tabla de madera y una pluma.

-No, no, perdón. Me refiero a que vengo a inscribirme.

-Ah, ya. Sí, como lo vi medio norteado por eso pensé que venía a inscribirse. Uno se da cuenta de quién es nuevo y quien es paisano. Pase, joven-el policía de bigote activa el torniquete y Az pasa sin perder al chico de vista, quien está dando vuelta a un edificio.

-Lo que diga. Gracias.

-De nada, joven-asiente el oficial y vuelve a la caseta con aire acondicionado donde se pone a leer La Perla de John Steinbeck. El libro tiene en la primera hoja el sello de la biblioteca de la Escuela Continental.

Az dobla la esquina del edificio por donde acaba de desaparecer su objetivo. Asoma primero la cabeza, pero no ve a nadie.

"Me lleva el tren."

Da la vuelta mirando de arriba abajo los edificios del campus. El tabique rojo contrasta con los muros de cemento blanco y las ventanas de aluminio. Camina por un camino de piedra rodeado de árboles extraños que no son ni pinos sangrientos ni cedros negros, sino algo completamente diferente a lo que él ha visto. Ni siquiera en las películas que veía encontraba árboles como estos. Hacen una sombra sobre el camino que invita a sentarse debajo de él y leer un libro o comer una frutilla, pero Az hace mucho que no se sienta bajo un árbol y pasará mucho tiempo antes de que lo vuelva a hacer pues las cicatrices no cierran, dejan de manar sangre, pero la piel sigue separada en el recuerdo.

Camina tratando de encontrarle una lógica al campus, pero parece que lo crearon sin sentido: hay árboles entre los edificios, patios con mesas de colores vacías rodeadas de sombrillas enormes, estatuas por aquí y por allá y en medio del camino, paseando con completa calma, una familia de patos que graznan al caminar.

-¿Que... pedo...?-pregunta Az en voz baja mientras se inclina frente a los patitos. La madre guía del camino y detrás de ella se alarga una hilera de pequeñas bolas emplumadas amarillas y cafés que se mueven de un lado a otro al caminar. Los patos se acercan a Az como si no le temieran, seguramente han convivido demasiado tiempo con humanos como para temerles y lo rodean mientras graznan-. No, no tengo comida. Váyanse, rápido. ¡Quítense!

Los patos siguen graznando. Los pequeños con sus vocecillas tiernas, la madre con una autoridad que casi exige que le den comida. Es una escena tan tierna –una multitud de patos rodeando a un chico que agita las manos para ahuyentarlos-, que a Az no se le ocurre otra cosa que destruirla.

El Diablo Entre Nosotros Donde viven las historias. Descúbrelo ahora