Mientras Az se quedaba mirando hacia donde Micah había corrido, fuerzas extrañas comenzaban a llegar, a Acapulco. Faros de camionetas negras alumbraban el camino, una tras otra, una tras otra, sucediendo una caravana. Al inicio y al final dos vehículos negros custodiaban el incesante avance. Las llantas levantaban los guijarros de la carretera y sacudían los cristales con el volumen de su música; una tortura de la música mexicana, malversada y distorsionada.
Un éxodo masivo de vehículos, eso era lo que era. Directo desde muchas partes de México; Tijuana, Sinaloa, Guadalajara, Coahuila, Ciudad Juárez. Descendieron por carreteras de terracería y caminos secundarios evitando retenes y rodeando cabeceras municipales y plazas que no les correspondían. No convenía pelear por cacahuates cuando una mina de oro dorado les esperaba al final del camino.
Lo motores rugían amedrentados por uso sin descanso. El aire era tóxico a su alrededor, olía a gasolina, tabaco y queroseno. Pero no sólo eso. Los hombres dentro las camionetas emanaban algo de sí mismos, algo que te hacía preguntarte si de verdad eran hombres. ¿Sigue siendo hombre el que tiene los sentidos distorsionados por sustancias ajenas? ¿Sigue siendo hombre el que se cree más que los demás por los billetes con coca en su billetera? ¿Sigue siendo hombre el que se convierte juez de una vida sólo por la pistola niquelada en su cinturón?
¿Sigue siendo hombre el que en un exilio masivo corre para conquistar un paraíso para los mexicanos y convertirlo en una plaza más? ¿Un mercado más? ¿Un dólar más?
Las camionetas entraron primero a la Ciudad de México, tierra de nadie, tierra neutral entre los cárteles. Se abastecieron con los menudistas como si de provisiones para el camino se tratara. Visitaron algunos burdeles en la zona roja donde el despilfarro se hizo notar.
-No te metas con ellos-decían las personas-, no los veas a los ojos.
Porque ya no era ojos de hombres cuerdos. Eran otra cosa, algo grotesco, algo que se sentía en el aire alrededor de ellos. Queroseno, gasolina y tabaco.
Continuaron su paso y dejaron atrás la Ciudad. Tomaron la carretera federal para evitar las casetas. Los faros iluminaban el humo y el polvo que flotaba en la oscuridad. El coche negro del principio pintaba de rojo sus faros con la sangre seca de los animales que atropellaba, hasta ahora tres perros, un gato y cuatro ardillas.
La tambora y el sonido del acordeón golpeaban los cristales de los automóviles como si quisiera salir, huir de los monstruos en su interior. Camionetas y camionetas. Chevy, Ford, Cadillac, Lincoln. Entraron en Morelos y después a Cuernavaca, la eterna primavera. No se detuvieron, no era su plaza, no era terreno neutral. Aceleraron para salir lo antes posible de ahí.
En cierto punto entre Morelos y Guerrero tuvieron que incorporarse a la Autopista del Sol para entrar a Acapulco. Era la entrada más grande y más emotiva. Cruzar el río Balsas sobre el puente Mezcala era ser niño otra vez. No importaba la edad, siempre te asomabas por los cristales para ver el agua debajo. Pero los hombres de las camionetas no. No había infancia en sus recuerdos, solo hambre, hambre y noches frías, no había comida, no había luz, no había nada que no fuera la necesidad de querer más. Una visión, una visión de que en la vida no todo podía ser pobreza. Ese era su motor. Antes se tapaban con un petate en una casucha de adobe, ahora se compraban relojes suizos y fusiles rusos. Antes eran los olvidados, ahora se creían los dueños de México y cuando llegaron a la costera recibidos por la luz, la tranquilidad y el mar turquesa al final, sabían que habían llegado.
No sabían por qué Acapulco, pero no se lo cuestionaron. Sentían un llamado, como si una fuerza invisible los atrajera a ese punto en específico. Eran como zopilotes atraídos por un cadáver en descomposición, merodeando.
Llegaron con el sudor en la frente y las piernas adormecidas. Los ojos rojizos y la promesa de una resaca química al día siguiente. No importaba, tenían nieve suficiente para curarla. Sus cajuelas eran tiendas de dulces pues tenían todo. Armas, municiones, reactivos, productos químicos, semillas de marihuana, amapola y cannabis, fósforo rojo, morfina, acetona, varios kilos de opio, radios, machetes.
Se instalaron en la Sierra cerca de Acapulco, así podrían vigilar su pequeño paraíso onírico y estar escondidos a la vez. La gente de los alrededores cerró sus ventanas y volteo la mirada al suelo.
-No los mires a los ojos-decían, porque sabían. Uno siempre sabe cuando las cadenas y los relojes de alguien están manchados de sangre ajena.
Eran un cáncer instalado en el paraíso y no tardaría mucho tiempo en hacer metástasis. Ellos tenían el dinero, los pescadores tenían hambre y ese fue el primer día de la decadencia en Acapulco.
ESTÁS LEYENDO
El Diablo Entre Nosotros
FantasíaSus ojos negros, su cola puntiaguda y sus cuernos no ocultaban la belleza de esa cara bajo la cual se escondía una profunda tristeza.