Dirty Paws.

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El fin de semana en Acapulco se llena de música y luces tanto en la noche como en el día. A pesar de haber concluido el verano aun quedan algunos clientes rezagados que desean quedarse para aprovechar la arena y el clima para ellos solos, lejos de cualquier tumulto de gente. El clima es delicioso y las olas tranquilas, sobre la costa ondea la bandera amarilla y la patrulla costera sólo realiza rondines rutinarios. El agua turquesa entra y sale de la playa, empezando y concluyendo un ciclo infinito, como un espejo frente a otro. Los animadores en los hoteles incitan a los huéspedes a buscar un salvavidas de color rojo por toda la zona de la alberca para ganarse un veinticinco por ciento de descuento en una cena en la terraza El Carmen. No incluye postre ni bebidas alcohólicas.

Azael caminaba por la avenida costera Miguel Alemán esquivando a los turistas que no dejaban nunca de hablar y de tomar fotos, ocupados más en preservar un momento que en vivirlo. Miraba los puestos dónde vendían conchas de mar, estrellas, corales disecados, plumas con arena adherida, fotos de la Diana, de los atardeceres y cuando el dependiente se acercaba con su acento cantarín, se iba. Az no era un turista, no era un lugareño, no era un humano ni un hombre, era el diablo y él lo tenía bastante presente. No quería ser un humano, claro que no, pero debía guardar las apariencias porque este lugar iba a sufrir, de eso estaba seguro. Era el diablo, el diablo entre nosotros.

Miraba y miraba, aprendía de los humanos y se preguntaba como actos tan complejos eran producto de sus simples mentes. No dejaba de sorprenderse. En la playa, cuando caminaba a la orilla de las olas -siempre usando tenis- miraba a las familias acomodadas de la zona Diamante, de como los niños pequeños lloriqueaban y gemían, apretando sus tiernos labios y frunciendo sus rojas frentes con tal de que sus padres compraran un collar de dientes de tiburón. Y cuando por fin lo tenían lo atesoraban como el bien más preciado, no se metían al mar con él con tal de no perderlo, y a las pocas horas, se olvidaban de él.

En sus largas caminatas llegaba hasta Barra Vieja, mucho más allá de las zonas acomodadas de Acapulco, lejos de los resorts y de los colosales hoteles. Miraba el mar en esta zona que parecía mucho mas grande y azul. El aire era limpio y callado, azotado solamente por el oleaje.

Un trotar de caballos lo despertó de sus cavilaciones. Montados en ellos iban dos chiquillos, una niña y un niño, posiblemente hermanos por la similitud en las facciones. Sin percatarse de Az galoparon entre risas, levantando tras ellos una estela de arena y dejando las espuelas marcadas en el suelo. Reían de cosas incomprensibles y se tiraban él uno al otro del brazo para caerse del caballo. No había ningún adulto en todo el mundo en ese momento y Az se quedó contemplándolos como el narrador de una historia.

Una vez detenidos los caballos y amarrados a una paupérrima palapa, los chiquillos sacaron de una de las alforjas un desgastado y desinflado balón de futbol.

-Yo lo pateo y tu lo detienes-gritó el niño a su hermana quien asintió mientras sus coletas se agitaban tras ella.

Se puso de espaldas al mar mientras su hermano retrocedía contando los pasos en voz alta. Az se sentó en sobre unas rocas y los miro mientras se fundía con el ambiente.

La niña era la portera en la portería más grande del mundo. Frente a ella estaba el balón, pero detrás, el infinito.

Su hermano se perfiló y tomó carrera. Sus pies descalzos corrieron con fuerza levantando arena igual que los caballo y lanzó una tremenda patada. Erró y eso hizo sonreír maliciosamente a Az. El impulso fue tal que su pierna se levantó y se fue de espaldas contra el balón que expulsó el poco aire que le quedaba en un suspiro. Los ojos del chicho se abrieron por completo. Su hermana dejo de ser la portera del mundo y se acercó corriendo a él. Tomó el balón inservible del suelo y sus ojos se enrojecieron.

Eso es, llora, llora porque no tenías nada antes y ahora tienes menos. Porque sabes que no puedes comprar otro balón y que ahora ni siquiera tienes la oportunidad de demostrar que puedes proteger al mar de un gol. Enfádate con tu hermano, convierte en Caín y en Abel, lucha contra él y rompe todo lazo que pueda unirte.

Pero lo que sucedió molestó mucho a Az, quien no puedo hacer otra cosa que mirar con las cejas bajadas y los hombros rígidos.

Con el balón en las manos la niña miró a su hermano y se echó a reír. Primero una risa alegre y luego una carcajada total. Su hermano se unió temeroso a la risa y después por completo.

-¿Viste como te caíste?-le preguntaba con los ojos deslumbrantes.

-Sí, se ponchó todo-y la risa los embargó de nuevo.

Tomaron el balón inservible y lo echaron en las alforjas de sus caballos, los cuales montaron de nuevo y galoparon como si hubieran nacido para ello. El mundo se comenzó a silenciarse a la vez que se perdían en el este. Az miró las colas de los caballos sacudirse y después se bajó de la roca. Se sacudió el pantalón y regreso a su departamento. El cielo era una mezcla de blanco y azul. Los hoteles despedían a los inquilinos y le daban la bienvenida a otros. Las camareras limpiaban el alma de las personas de las habitaciones y sacudían los tapetes, dejaban mentas sobre las almohadas y comenzaban el ciclo de nuevo. Un ciclo igual que las olas, igual que la vida. Todo se repite, no hay nada nuevo, si un universo muere uno nuevo nace inmediatamente y la gente no lo nota porque está absorta en tomar fotos, en comprar recuerdos que terminan en cajones, en olvidar y obligarse a recordar.

Az llega su departamento y sube al tejado de nuevo. Muy en su interior desearía no haber renunciado a los pequeños placeres, como leer en un tejado o sentir el carboncillo deslizarse sobre el papel. En mirar al cielo, en preguntarse ¿qué tal sí...?

Pero es tan orgulloso que jamás lo admitiría. No lo admitiría ni siquiera si con eso Virgilio volviera a la vida. No lo admitiría tampoco sin con eso pudiera olvidar el dolor de ver sus alas en el suelo, cortadas, arrancadas y mutiladas de él, dejadas al olvido goteando sangre negra aun. No lo admitiría ni siquiera por cambiar de padre, de familia, o de mundo. Por algo si lo admitiría y eso sería sólo por dejar de existir. de haber sido un sople de brisa en el mundo que la gente olvidara a los pocos minutos, una figura en la arena que el agua borra irremediablemente.

Pero es orgulloso, el rencor lo hizo orgulloso y el el orgullo lo convierte poco a poco en enojo. Transforma sus ojos llenos de estrellas en pozos sin agua, su piel color de luna en cadáver. Y él lo sabe, pero es orgulloso.

De saber que los niños que había visto en Barra Vieja durmieron llevándose el hambre a la cama porque su padre no conseguir pescar un maldito pez, se hubiera alegrado. Pero no lo supo él ni nadie. Salvo los pescadores que en la desesperación de no poder luchar contra el mar comenzaron a envilecerse.

Ricos, pobres, estudiantes y profesores, humanos, animales, arena, sol y cielo, un paraíso en la Tierra y un Infierno bajo ella. Todo, girando en la órbita de Az. 

El Diablo Entre Nosotros Donde viven las historias. Descúbrelo ahora