Lejos de ahí, cruzando ciudad Marqués, dando vuelta al libramiento y pasando la carretera hasta llegar a la costa, algo sucedía. Sombras que se convertían en puntos negros conforme se alejaban flotaban en el limbo entre el cielo y el agua. Pequeñas embarcaciones de los puertos cercanos a Marqués como Coleta de Plata y Río Azul se alejaban al final de mundo para conseguir la pesca de los próximos cinco días. Las embarcaciones consistían en pequeñas lanchas de madera impulsadas con motores Yamaha mucho más recientes que las lanchas en sí que pasaban de generación en generación como símbolos de buena suerte y glorificando esa herencia a la que tanto está apegado el hombre de la playa y del mar de hacer las cosas como su padre, como su abuelo y como el hombre anterior a su abuelo.
Los hombres reían y se gritaban vulgaridades mientras avanzaban a las boyas. Eran conocidos de hacía mucho tiempo, de cuando en Acapulco aún regían los caciques, y la memoria colectiva que conservaban hacía que tuvieran un lazo entre ellos elitista y privado al que ningún hombre ajeno a la zona podría ingresar sin importar cuanto lo intentase.
Una escena pintoresca que se repetía constantemente, cada cinco días. La arena de la playa era, para ellos, sólo una finísima línea dorada bajo una cobija verde de espeso follaje. Para el ojo ajeno a las cuestiones marinas, los hombres se habían detenido en medio de la nada, pero no era así. En la ocasión anterior, más al norte, habían avistado un cardumen atunero de dimensiones moderadas. Suficiente como para que todos pudieran conseguir lo suficiente para vender en el mercado y quedarse un poco para comer.
Los más jóvenes echaron las redes sobre la borda mientras que los viejos, que en muchas ocasiones solían ser sus padres o sus tíos, se sentaban y recibían el siempre bueno sol con las manos en la nuca y los ojos cerrados, escuchando el golpeteo del agua contra el bote. Algunos otros se sentaban y leían un periódico despintado por el agua o un librito del viejo oeste. Y algunos otros más se quedaban mirando el horizonte y la llanura turquesa frente al mar, como si entre más fijo vieran al norte, más lejos pudieran viajar con la mirada. Quizás así era, pero sus ojos cansados y rojizos eran impenetrables como el mismo fondo del mar.
El sol se levanto en el cielo y cuando estuvo un poco inclinado, pasando el punto ecuatorial a la una de la tarde –pues los hombres de los botes no usaban relojes por la imperfección que significaban- los jóvenes recogieron los mecates mojados y llenos de algas. Eran pesados, demasiado. La sonrisa de todos se ensanchó al sentir las colas de los peces golpear la red y pusieron mayor empeño en tratar de jalar las redes que parecían enganchadas a algún coral. Tardaron más de lo planeado, tuvieron que emplear gran esfuerzo en tirar. El miedo embargo a más de uno pues las redes no subían y si estaban enganchas a un coral y lo destruían, se meterían en serios problemas con SAGARPA y la policía municipal.
Intentaron una vez más tirar de las redes. Esta vez los viejos ayudaron. Los músculos se tensaron y los pies descalzos y duros se afianzaron a las tablas del bote que amenazaba con volcar. Jalaron y, poco a poco, las redes comenzaron a ceder. Todos esperaban ver a los atunes atorados en la cuerda de la red, brincando y zangoloteándose para todos lados, pero sólo salía cuerda y más cuerda y, cuando sacaron la red por completo, no hubo un solo pez entre las redes.
Los jóvenes se excusaron de haber sentido a los peces en la red, de sentirlos jalar hacia el fondo, pero los viejos se quedaron en silencio. Los jóvenes, necios e impertinentes, navegaron los botes más al norte pues quizás una corriente nocturna hubiera desplazado el cardumen a otro lado pero el resultado fue el mismo; los mismos espejismos estaban presentes sobre la superficie del mar, cubriéndola como el plancton.
Cuando regresaron a Coleta de Plata y Río Azul las mujeres escucharon las maldiciones de los jóvenes contra el mar y la mala fortuna. Ellas los trataron de consolar, pero nada hunde más el orgullo del hombre que algo que no puede cambiar, pues se siente pequeño e insignificante.
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El Diablo Entre Nosotros
FantasySus ojos negros, su cola puntiaguda y sus cuernos no ocultaban la belleza de esa cara bajo la cual se escondía una profunda tristeza.