{♛} Capítulo dos

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La tierra crujió bajo mis pies. Inspiré hondo y permití que el aire inundara mis pulmones, trayendo consigo el inconfundible aroma que desprendía el cementerio: pino y muerte. Habis me dio un ligero empujoncito en el hombro para que siguiera avanzando y yo obedecí con sumisión.

El cementerio de Portia estaba desierto a excepción de las miles de tumbas que poblaban toda su extensión y en las que pude ver algunas flores recientes; sin embargo, mi vista no se entretuvo en la multitud de piedras donde constaban los nombres y fechas de las personas que se encontraban bajo ellas pues tenía un único objetivo: un hoyo recién cubierto rodeado de multitud de coronas y ramos de flores.

Estaba segura que Xanthippe no había querido arriesgarse a que llegáramos justo al entierro por temor a que alguien pudiera reconocerme y despertar las alarmas de mi madre, que estaría totalmente desquiciada por la desaparición de Natalia y la mía propia.

Habis me acompañó entre aquella tierra plagada de tumbas, buscando con la mirada la única que nos interesaba a ambos. Contuve una exclamación al divisar las siluetas de mi madre, Giancarlo y Pietro junto a un hoyo cubierto recientemente; Habis se aseguró de agarrarme antes siquiera de que mi cuerpo se pusiera en movimiento por sí mismo, deseando reunirme con ellos.

Lo escuché chasquear la lengua con evidente fastidio.

-Ese no era el acuerdo, Amelia –me recordó con frialdad-. Ellos no pueden verte, ya no perteneces a este lugar.

Me giré lo suficiente para poder mirarlo con desagrado.

-¿Y a la Atlántida? –le espeté-. Tampoco pertenezco a ese lugar de igual modo que no pertenezco a Portia.

«Y todo gracias a Xanthippe», completé en mi fuero interno. Solté un suspiro de derrota y me detuve a una distancia prudente, dejando varias filas de lápidas de distancia entre mi destrozada familia y yo; fui testigo de cómo el cuerpo de mi madre se inclinaba en dirección a su marido y Giancarlo la rodeaba con sus brazos, dándole el apoyo que necesitaba en aquellos momentos.

Mi hermano pequeño se encontraba delante de ambos, con los brazos unidos pegados a su estómago y contemplando la tumba de nuestra abuela con una expresión solemne. Sin derramar lágrima alguna.

Volví a mirar a Habis, que observaba con el ceño fruncido la estampa de mi familia. El tono de sus ojos se había oscurecido hasta volverse casi negro, como si aquello despertara en él algún tipo de mal recuerdo.

Mi alma se fue fragmentando lentamente, conforme era testigo del dolor de mi madre y con una punzada de pesar al recordar que yo era la principal sospechosa, e incluso adjudicada asesina, de su muerte.

Cada vez me encontraba más perdida respecto a lo que había sucedido, creándome dudas al respecto.

Giancarlo tuvo que coger con más fuerza el cuerpo de mi madre, ya que se precipitó en ese instante hacia el suelo, como si hubiera perdido todas las ganas de seguir allí; la garganta se me estrechó al ver a mi madre tan rota, agitando algo en mi interior.

Ya no existía ningún acuerdo que limitara mis movimientos, podía hacer lo que quisiera. Incluso lo que maquinaba mi mente en aquellos precisos momentos.

Comprobé mis cadenas y la distancia que me separaba de mi hundida familia; Habis había vuelto a su gesto contrito, a una prudente distancia de mí pero con aspecto de estar con la mente en otra parte.

Era el momento de aprovechar esa pequeña oportunidad.

Eché a correr sin pensarlo más. Esquivé las tumbas con el corazón golpeándome las costillas y con los pulmones ardiéndome; a mis espaldas escuché la maldición que profirió Habis y sus pasos a mis espaldas, tratando de atraparme.

Crónicas de la Atlántida II: La conquista.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora