Capítulo 20: La peor pesadilla de todas.

103 10 12
                                    


Vica:

Me ardían las muñecas como si alguien hubiera pasado una brasa sobre ellas en repetidas ocasiones. Creo que ese fue el dolor que me regresó del profundo sueño del que era víctima. Poco a poco el dolor de cabeza se abrió paso entre la bruma de mi mente y el recuerdo de la noche anterior me hizo despertar de golpe.

Todos mis sentidos se agudizaron y me lancé hacia enfrente con la intención de ponerme de pie. Fue ahí cuando me di cuenta de que estaba atada a una silla desvencijada. Mis ojos se abrieron en gran manera captando todo lo que había a mi alrededor. Una mesa despostillada, un espejo de cuerpo completo hecho añicos, la luz en el piso dándome a saber que una puerta estaba justo detrás de mí. El aroma a aceite de auto y cigarros baratos inundó mi sentido del olfato y una suave brisa otoñal traspasó la ventana pequeña ventana desnuda haciéndome estremecer de frío. Seguía usando el diminuto vestido negro que me había puesto para la fiesta, pero no tenía ni idea de dónde podían estar mis zapatos.

Traté y traté otra vez de desatar mis manos, pero la soga solo me hacía más daño y mis fuerzas se agotaban con rapidez. Sentía una opresión en mi cabeza que no me dejaba pensar con claridad y mi corazón latía desembocado en mis costillas.

¿Dónde estoy? ¿Qué van a hacerme?

¿Vendrá Mauro por mí?

El sonido de la puerta abriéndose con un terrible rechinido me hizo respingar en la silla, poseída por un maldito sentimiento de horror, haciendo mi corazón más violento dentro de mí.

—La bella durmiente ha despertado —una voz masculina con acento golpeado habló detrás de mí.

—¿D-dónde estoy? —mi voz era un hilo.

—Ay, chulita —dijo posicionándose frente a mí—. Cualquiera podría darse cuenta. Estamos en México, mi amor.

Mi respiración se atoró en mi garganta. ¿México? ¿Qué hacía en México? ¿Cuánto tiempo había pasado desde el momento en que me secuestraron en el club hasta ese momento?

—Quiero irme de aquí —dije levantando la mirada, fingiendo una fortaleza de la que no era acreedora—. Si quieren dinero puedo dárselos. Cuánto quieran. Solo déjenme ir.

El sujeto se acercó más a mí, saliendo desde las tinieblas de aquella habitación hasta el punto donde la luz se filtraba por la puerta. Noté sus facciones duras y una asquerosa cicatriz que surcaba su barbilla justo debajo del labio inferior. Sus ojos negros observaron mi rostro y su boca formó una sonrisa maquiavélica. No parecía superar su tercera década de vida. De no ser por aquella sonrisa terrorífica y la mirada demente, podría ser un tanto atractivo.

—El dinero no es la cuestión, gringuita —dijo como si fuera la cosa más obvia del mundo—. Y aun si lo fuera, no soy quién para autorizar algo así. El jefe es quien te tiene aquí.

Se acercó un poco más a mí, estiró su mano y uno de sus dedos rozó mi mandíbula. Sus ojos se oscurecieron con maldad y la sangre se drenó de mi rostro. La punta de su dedo descendió por mi cuello hasta llegar a mi clavícula, tragué duro con mi ritmo cardiaco corriendo en mi garganta. Su dedo se deslizó por el nacimiento de mis pechos y fue ahí cuando me moví con brusquedad.

—No me toques —dije con fiereza.

Los ojos del hombre corrieron hacia mi rostro, después de nuevo hacia mis pechos.

—Creo que estás en desventaja, güerita —ronroneó.

El enojo dentro de mí creció como una llama obligándome a responder. Lancé mis pies atados en un movimiento certero y golpeé su espinilla con tal fuerza que toda mi pierna se acalambró. El hombre cayó de rodillas al suelo tomando con ambas manos su espinilla.

Cerca de la LunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora