Capítulo 37: Destino.

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Vica:

Me sentía perdida.

Triste.

Sola.

Destruida.

Casi catatónica.

No podía dejar de observar el reloj de pared negro con números romanos que Anthony me había regalado unas semanas atrás, cuando uno de los guardaespaldas que había puesto fuera de mi casa le contó que yo no salía de la cama, que no quería comer, que solo pasaba el día tomando café sin azúcar ni crema y mirando por la ventana.

Maldito idiota hablador.

Luego Anthony me obligó a crear un horario específico, guiándome con las agujas del reloj.

Sin embargo esa noche me rebelé y decidí solo sentarme en el piso de la sala y mirar las manecillas, escuchando ese perro sonido que marcaba los segundos parecidos a las horas, parecidos a los infinitos.

No pensaba en nada.

No tenía recuerdos.

Ni siquiera sentía.

Solo sabía que existía algo dentro de mi pecho, como una pequeña chispa intentando encender un fuego que consumiera toda la mierda en mí.

Pero no tenía ganas de seguir.

No me percataba del cigarrillo que colgaba de mi mano y tampoco de que el tiempo había creado una gran columna de cenizas que estuvo a punto de consumir el filtro y quemarme los dedos. Entonces, cuando lancé la colilla con la intención de salvarme el índice y el medio, lo que quedaba del cigarrillo encendido fue a parar a mi pierna desnuda haciéndome respingar del dolor.

Fue esa pequeña pizca de ardor lo que me despertó.

Mauro...

Hasta la parte de mi conciencia que me había dicho que me alejara de él lo extrañaba. Todo mi ser, mi esencia, mi espíritu, mi alma. Toda yo. Le echaba de menos, y, aunque nuestro amor fue casi fugaz, yo sentía que le pertenecía, y sentía que él me pertenecía a mí. Así que no, el dolor no se había ido de mi lado desde hacía cinco meses, cuando lo había abandonado.

Le había rogado a Anthony que no le dijera a Mauro nada a cerca de mí.

Mi lado egoísta me culpaba por mis estúpidas decisiones.

Mi razonamiento lógico me felicitaba por aquel gran paso de amor. No solo a él, sino hacia mí misma. Porque no creía poder soportar otra gran pérdida.

Si Mauro moría por mi culpa jamás me lo perdonaría.

Lo único que podía hacer era llorar. Y seguir llorando. Llorar hasta que muriera o cayera dormida, lo que ocurriera primero. Llorar era mi única salvación en esas noches en las que su ausencia no solo dolía, sino que arrasaba con todo lo que yo era. Pero esa noche, llorar no era suficiente.

Las gotas de lluvia golpeaban el tejado de mi casa, y cada gota que derramaba el cielo era una lágrima sin sentido que derramaba yo.

Y sabía que así debería sentirse el infierno. Como el corazón roto de un adolescente, que, en una noche, encerrado en su habitación, se da cuenta de que llorar no siempre es suficiente.

No podía vivir sin él. Y tal vez la muerte sería mi última alternativa.

No supe cuándo, pero el cuchillo de pronto estaba frente a mí, y yo me encontraba en uno de los rincones de la sala, jugando con la punta del arma blanca sobre mi piel llena de cicatrices, una más vieja que otra.

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