Capítulo 32: Un disparo.

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Vica:

Te prohíbo llorar, Victoria Hudson... o Mancini. Como sea. Te prohíbo derramar una sola maldita lágrima. No lo harás, porque no le darás el gusto de verte asustada y derrotada. Muestra tu rostro en alto. Muéstrale de que estás hecha.

—No hay necesidad de que te la pases apuntándome —le dije a Roberto, con diversión en la voz.

Me miró desde el sofá desvencijado frente a mí, y negó con la cabeza, claramente confundido.

—Sabía que estabas loca, pero no sabía que tanto como para no temer a un hombre que te apunta con un arma —contestó.

Solté una risotada cargada de veneno.

—Bueno, yo sabía que eras cobarde, pero no sabía que tanto como para apuntarle a una chica que está desarmada por completo —le guiñé un ojo.

Roberto bajó el arma y la puso a su lado en el sillón, como una amenaza silenciosa de que podía matarme en cualquier momento que lo quisiera.

Y ¡joder! Lo más graciosos de todo es que ya ni siquiera me importaba. No me importaba absolutamente nada en el mundo, porque ya no tenía a nadie. Si muriera en ese mismo momento nadie lo notaría, nadie diría nada, nadie lloraría una lágrima por mí.

Nadie llevaría flores a mi tumba.

—¿Cómo crees que haya sido la muerte de tu novio, Vica? —su pregunta me tomó por sorpresa, haciéndome estremecer en la silla.

Sentí un hormigueo recorriendo mis piernas y brazos, instalándose en mi cabeza y dejando un malestar en mis entrañas ante sus palabras. Minutos antes no quise darle importancia a aquello, intenté privarme de todo pensamiento que me hiciera perder la cordura, pero ahí estaba la verdad, justo delante de mis ojos. Mauro estaría muerto a esas alturas del partido, y todo por lo que había luchado fue en vano. Me di cuenta de aquello tal vez demasiado tarde, pero agradecí el hecho de haber ido con Roberto cuando me lo exigió, de esa manera no tuve que ver la muerte de Mauro.

Y eso hacía un poco más tolerable los que podrían ser mis últimos minutos de vida.

Rápidamente recobré mi postura relajada y sonreí con despotismo, tratando de decir que no me afectaba en lo más mínimo que me hubiera traicionado y mentido para que lo siguiera, aun después de prometerme que no dañaría a Mauro. No obstante, capté el sentido de la pregunta y me adelanté a contestar.

—¿Eso importa?

—¿No debería?

Negué rotundamente, ganándome una mirada iracunda de su parte.

—Mira, Roberto, ya hiciste lo que quisiste. Ya me usaste, me ultrajaste, ya asesiné a Chávez por ti, y ya asesinaste a Mauro —ignoré el dolor que mis propias palabras significaban y proseguí—, ¿y qué obtienes tú? ¿El simple placer de poder controlar la mente de las personas a tu antojo, como lo hiciste conmigo, y con Chávez antes de mí? Pero déjame decirte una cosa: eres tan cobarde que esperas que la gente haga el trabajo sucio por ti. Al principio creí que era por la necesidad de sentirte poderoso en tu propio poderío, pero ahora sé que no. Sé que no eres más que un perro asustado jugando al mafioso, con tanta cobardía dentro de sí que prefieres quedarte sentado viendo como todos te abren el camino hacia la gloria, porque sabes que eres demasiado estúpido como para lograrlo por tu propia cuenta.

No supe cómo, o a qué hora, solo sentí el ardor en mi mejilla, traspasando mi piel y doliéndome hasta la sangre. La bofetada que había recibido envió mi cabeza a un lado, dejándome levemente aturdida y con ganas de ahorcarlo. Pero, a pesar de que no estaba atada ni de manos ni de pies, supe que cualquier movimiento podía ser usado en mi contra. Aunque estábamos solos, su presencia seguía siendo intimidante.

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