Capítulo 26: Plan.

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Mauro:

La Luna me hacía recordarla, sentirla cerca de mí aunque supiera que no era así. Joder, ¿por qué las cosas tenían que ser tan difíciles? ¿Por qué todo lo que estaba a mi alrededor terminaba destruyéndose?

¿Es que no podía tener nada bueno en la vida?

Intenté dormir, por lo menos diez minutos, pero mi cama se sentía dura y la luz de la Luna golpeaba mi rostro como un perpetuo recuerdo de que Vica no estaba conmigo. Necesitaba hacer algo, porque quería a esa chica a mi lado, siempre. Sí, era demasiado pronto para hablar sobre una eternidad junto con ella, pero era lo que mi corazón anhelaba. Mi vida no era más que fiestas, descontrol, sexo y perdición, que lo único que hacían era hundirme en un terrible abismo donde todo era oscuro y ruidoso, desesperanzador. Pero entonces conocí a Vica, y todo lo demás perdió el sentido. De repente no quería ir a fiestas, no beber alcohol hasta desmayar, ni tener sexo con otras chicas. Incluso los sensuales besos de Diana perdieron su sabor.

Los besos de Vica eran los que me reanimaban. No podía creer que tal menuda chica pudiera convertirme por completo, sin siquiera intentarlo. Dejé pasar demasiado tiempo para darme cuenta de eso, y ahora que no la tenía mi corazón sufría las consecuencias.

Había pasado ya una semana desde que Charlie me contó sobre la amenaza de Roberto. Tres semanas ya sin Vica. Y cada segundo hacía un agujero en mi alma.

Alguien tocó la puerta con los nudillos.

—Adelante —dije, sentándome en mi cama.

Mi madre entró con la cabeza gacha, llevando en sus manos una bandeja con comida. Se sentó a mi lado y puso la bandeja sobre mis piernas.

—No bajaste a cenar, creí que querías comer algo —dijo.

Sonreí a medias, tomé el jugo de uva y le di un sorbo. En la bandeja había un trozo de carne con salsa barbecue, puré de papas, ensalada césar y un pedazo de baguette. La verdad es que habían pasado ya tres días desde que comí algo, pero el hambre nunca llegaba, como el sueño.

—No tengo hambre, pero gracias.

Mi madre volteó a verme con una tierna mirada. Me hizo sentir pequeño otra vez. Sus ojos verdes me escudriñaron y sus labios rosas hicieron una mueca.

—Mauro, yo sé que estás pasando por algo realmente malo, pero debes reponer fuerzas —comentó—. Ella estará bien, si tú estás bien.

—¿Cómo puedes estar tan segura de eso? —pregunté, con la voz entrecortada. ¡Carajo! No había llorado desde la muerte de mi padre. Pero el hecho de que mamá estuviera ahí, preocupada por mí, entendiendo mis sentimientos, me hacía sentir vulnerable.

—¿Qué fue lo que te enamoró de ella? —preguntó después de varios segundos.

Me aclaré la garganta para comenzar a hablar.

—Su forma de ser —expuse—. Ella parece un ser débil, asustado. Pero no lo es. No, ella es fuerte, valiente, aguerrida, está dispuesta a pelear. Me gusta su rostro, sus hermosos ojos azules, sus perfectos labios rosas —sonreí con nostalgia, sintiendo una lágrima escapando de mi ojo—. Y aún más, me enamoré de su alma.

Me giré para ver a mi madre. Ella me miraba de forma enternecedora y limpió la lágrima de mi mejilla.

—La amas —aseguró.

Suspiré pesadamente, temiendo que más lágrimas inundaran mi rostro.

—Estoy aterrado, mamá —dije—. Tengo tanto miedo de perderla.

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