Capítulo 27: Caos.

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Vica.

Me temblaban las manos de solo recordar el primer beso que Mauro me había dado, en esa habitación de la Cabaña, con mis nervios de punta y segura solo de una cosa: quería besarlo como nunca había querido nada en la vida.

Y, a pequeños y peligrosos ratos, eso me hacía reconsiderarme el hecho de que tenía que matarlo para ganarme la confianza de un hombre al que simplemente odiaba con todo mí ser. Sabía que no valía la pena matarlo, pero algo en mí me recordaba siempre el rostro de Rosa, siendo secuestrada para venderla a Chávez como si fuera un objeto sin valor.

Secuestrada por Bruno, Charlie... por Mauro.

Aunque fuera difícil aceptarlo, esa verdad dolía hasta los huesos.

¿Por qué lo único bueno en mi vida tenía que terminar de esta forma? ¿Es que estaba destinada al fracaso en todas las formas?

—Oye, Vica —dijo Susana irrumpiendo en mi nueva habitación, pero se interrumpió al ver cómo yo, desesperadamente, trataba de secarme las lágrimas—... ¿Qué sucede?

Mi trabajo fue completamente en vano y el llanto salió de mis ojos sin poder controlarlo, así que Susana corrió hacia mí, se sentó a mi lado en la cama y me abrazó. Y en fue uno de los pocos abrazos más sinceros que había recibido en mi vida, cargado de cariño y preocupación. Ni siquiera recordaba la última vez que alguien se había preocupado por mí.

—¿Cómo puedo amar a alguien tan malo como Mauro? —pregunté entre sollozos—. Él no merece amor después de todo lo malo que ha hecho. Sin embargo aquí estoy, anhelando verlo de nuevo. Abrazarlo, besarlo, tan siquiera observarlo a lo lejos.

—¿Cómo sabes que es una mala persona, Vica? Te ha salvado en tantas ocasiones.

La miré a los ojos, con los dedos fuertemente entrelazados y los labios hinchados de tanto morderlos.

—Él ha hecho cosas malas. Es un asesino —hipé, tratando de controlar las lágrimas—, es traficante, estafador. Es malo. Él trajo a varias chicas a este lugar con tal de ganar dinero. Entre ellas está Rosa.

Susana sonrió a medias y tomó una de mis manos, haciendo que circulara sangre en mis dedos nuevamente.

—No puedes odiarlo porque algo en tu interior sabes que es un hombre bueno, y que te ama —dijo.

—¡Joder, Susana! —grité sin poder contenerme—. Si me amara hubiera venido por mí en cuanto me secuestraron para traerme aquí. Él fue el único en enterarse de que habían ido por mí a Los Ángeles. ¡Estaba hablando por teléfono conmigo!

Me desplomé sobre la cama sintiendo mis huesos crujir sobre el colchón, después sentí que Susana se ponía de pie y caminaba por la gran habitación.

Cuando le dije a Chávez que trabajaría para él y accedió, decidí tomar mis confianzas y exigirle un poco más, así que ahora Susana, Rosa y yo vivíamos en su mansión, cada una tenía una habitación propia y no trabajaba más en el bar. Por su parte, Chávez solo debía sentarse y esperar a que le entregara las cabezas de Charlie, Bruno y Mauro en bandejas de plata.

—¿No crees que haya una explicación para eso? —preguntó mirando por la ventana.

—Creo que lo odio —musité.

—¡Me acabas de decir que lo amas! —gritó Susana.

—¡Tal vez lo amo, pero me dan ganas de golpearlo en los testículos y cortarle la lengua!

—¡Pues tal vez no deberías matarlo! ¡Tal vez... debas dejar de escuchar a la razón por una puta vez en tu vida y ser feliz, aunque sea a base de mentiras, Vica!

Su respuesta me dejó helada por un momento antes de golpearme fuertemente con la verdad en el pecho, abriéndome los ojos de par en par y dejando un sentimiento de desolación en el alma. Me incorporé de golpe y la miré desafiante.

—Toda mi vida ha sido una gran y asquerosa mentira —siseé—. No vengas a decirme que se puede ser feliz en medio de toda esta gran mierda ¡porque no se puede!

Susana me miró con... tal vez un poco de miedo en sus ojos ante mi forma de hablar poco habitual en mí. Pero sentía cómo el odio me convertía en otra persona. No odiaba Susana, sino a todo lo demás que se había vuelto en mi contra para hacerme vivir aquella porquería.

Mi amiga se giró sobre sus talones, claramente dolida, y yo no pude más que agachar la cabeza, apenada, cuando ella abrió la puerta.

—Solo quería decirte que Chávez quiere que lo veas en el despacho del bar en una hora —dijo, sin mirarme. Luego dio un paso afuera pero se detuvo—. Y por cierto, Mauro no fue quien trajo a Rosa. Ella y yo llegamos juntas de Sonora. Nos trajo una señora que trabajaba para la red de Chávez.

Alcé la cabeza, lista para decir algo más, pero Susana ya había cerrado la puerta tras de sí, dejándome confundida y un poco más destrozada, con ganas de respuestas y de salir a reventar cráneos, sin importarme de quien fuera. Todo el tiempo que había estado en México, lo había vivido completamente engañada, al colmo de confusión y sin una sola explicación razonable.

Tenía que hablar con Roberto esa misma noche.

Tomé una ducha, me puse unos pantalones de mezclilla, una blusa azul oscuro, una chaqueta de cuero negra y un par de botas de combate del mismo color. Acomodé mis armas como Chávez me había ordenado (tal como las usaban sus hombres), un cuchillo en la bota derecha, dos Berettas nueve milímetros en la parte trasera de la cinturilla, y un pequeño revolver en la bota izquierda.

Tenía tantos enemigos que con una sola arma no bastaba.

Me miré al espejo y negué con la cabeza. Esa no era yo, y ni siquiera quería serlo, pero no quedaba más. En la vida es cazar o ser cazado, y no tenía ganas de perder la poca dignidad y orgullo que aún tenía. Así que salí de la mansión, me monté en el auto que Chávez me había facilitado y conduje hasta el bar.

—Te ves como toda una cabrona —dijo Roberto al verme entrar, ofreciéndome su brazo en un gesto de caballerosidad.

Acepté su brazo y lo miré con irritación.

—Tenemos algo muy importante de qué hablar —sentencié.

Frunció el ceño y torció la boca.

—¿De qué hab...? —fue interrumpido.

¡Gringa! —gritó Chávez por encima de la música, ofreciéndome un cigarrillo, el cual acepté sin chistar—. ¿Cómo estás esta noche?

Desde que me hice aliada de Chávez, el mexicano se comportaba amistoso y risueño. Demasiado en ocasiones.

—Estoy bien, gracias —dije, sin una chispa de alegría.

Me había dado cuenta de que desde que había llegado a México, toda clase de emoción positiva se había abrogado de mi sistema, y lo más asombroso es que ni siquiera podía fingir. No sonreía, y mucho menos reía, y cuando lo intentaba solo conseguía una mueca o un graznido poco creíbles.

—Tenemos un asunto que tratar —dijo, y después miró a Roberto—. En privado y en mí despacho.

Asentí con la cabeza, dando una gran calada al cigarro, luego le hice un ademán a Roberto y el solo alzó las manos en signo de rendición. Le indiqué a Chávez que debíamos ir a su despacho, pero antes de que se moviera observé una figura moviéndose con gran rapidez hacia el jefe, con una pistola en la mano.

Rápidamente saqué una de mis Berettas y la apunté al hombre, pero él ya encajaba el cañón de su arma contra la costilla de Chávez.

Miré con más atención y noté que traía pasamontañas.

Pero esos ojos. Los podría reconocer a kilómetros de distancia.

Luego se escuchó un disparo, y el caos comenzó.

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