Capítulo 3: Solos en su auto.

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Vica.

Pasé  la noche pensando en cómo actuar cuando estuviera frente a ella, qué palabras decirle, y hasta que movimientos usar. Papá me había dicho que no podían hacer nada por ella y que la habían enviado a casa. Claro que tenía miedo, un miedo absoluto. Ella era como mi madre cuando mi verdadera madre perdió la guerra contra el cáncer. Las ganas de llorar me invadieron inevitablemente haciéndome derrumbar mi fortaleza sobre el suelo. No era como si fuera fuerte todo el tiempo, pero por lo menos trataba de verme bien para hacer sentir bien a las demás personas y no dañar a nadie.

Aparte de mí, claro.

- ¿La señorita quisiera comer algo? -preguntó Josephine cuando bajaba con dificultad las escaleras a la mañana siguiente.

Hice cuentas mentalmente, el día anterior había comido con papá y en la tarde había devorado un sándwich de pollo. Rompí mi ayuno de una manera abrupta y asquerosa ganándome varios auto-golpes en el estómago.

Las niñas gordas merecen dolor. Había escrito en mi cuaderno.

-No, Josephine -dije colgándome la bolsa al hombro- iré a casa de la abuela para ver si necesita algo.

-Claro, señorita. Que pase un buen día.

-Eso espero, Josephine... eso espero -salí por la puerta buscando mi auto en la cochera.

Claro, estaba en el taller. Estúpido motor con problemas fatales.

Casi como los míos.

Tomé mi cartera para asegurarme que traía suficientes monedas para el trasporte público. Gracias al cielo si tenía para ir y regresar sin problemas. Y ahí se encontraba Victoria, caminando sola por la calle bajo un firmamento nublado, cojeando a causa de un tobillo morado e hinchado y pensando en mil cosas y en ninguna. Así era yo, alejándome de todo lo que había a mi alrededor. Escapando de mi propia realidad de una forma singular, solo  pensar en lo que fuera. En todo menos en la segura muerte de mi abuela.

Pagué el transporte y me senté a lado de una mujer con una pequeña niña de unos seis o siete años sobre sus brazos. La chiquilla puso de inmediato su atención sobre mis pulseras, sonreí ante su carita escéptica.

- ¿Por qué tienes tantas pulseras? -me preguntó levantando su cabeza causando que su cabello rubio golpeara sus ojos.

-Me gustan las pulseras -contesté sonriéndole.

-Mi hermana también usaba muchas pulseras -me dijo.

- ¿Enserio? Podríamos ser buenas amigas.

-Lo dudo -dijo sonando demasiado formal-. Ella murió hace un año.

Mis ojos se abrieron de golpe y mi respiración quedó atorada en mi garganta.

-Lo... lo siento -susurré deseando que su madre no le amonestara por decirme eso a mí. Pero su madre parecía ajena a nuestra conversación.

-Ella tenía las mismas heridas que tú tienes en tus bracitos, y estaba igual de delgadita que tú... y nunca sonreía -dijo como si nada.

Rápidamente oculté mis brazos bajo mi bolsa y miré a la niña con profundidad. No tenía idea de cómo una pequeña iba a hacerme sentir tan mal. Cerré los ojos con fuerza y rogué que su madre la sacara de mi vista antes de llorar frente a ella. Pero la niña seguía allí, viéndome.

-Tú nunca lo hagas -dije simplemente, casi sonando indiferente.

-La vida es muy bonita, la gente no debería morir solo porque lo decide.

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