Capítulo 30: Traiciones.

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Vica:

Durante un par de segundos me quedé petrificada ante de mirada de Mauro, prometedora de tantas cosas buenas que me mareé un poco, pero el agarre en mi arma seguía firme, más por el impacto de sus ojos que por amenaza. De pronto sentí el suelo bajo mis pies, observé el rostro fruncido de Chávez y escuché al tumulto de gente gritando aterrada y buscando la salida, corriendo por todos lados. También logré percatarme de que, de forma casi milagrosa, Susana estaba detrás del enmascarado, apuntando a su cabeza, y mirándome a mí fijamente.

—Todos tus hombres están ahora muertos, así que si no quieres morir ahora mismo te sugiero que camines y no hagas ningún movimiento —siseó Mauro cerca del oído de Chávez.

El jefe me miró durante un segundo y yo asentí con la cabeza, mostrando una confianza de la que no era acreedora. Se puso de pie y comenzó a caminar hasta su despacho. Ni yo ni Susana dejábamos de apuntar a Mauro con nuestras armas, y en lo personal yo no lo dejaría de hacer, porque, a pesar de todo el amor que sentía por él y el torrente de emociones encontradas que se aporreaban en el interior de mi pecho, tenía una poderosa razón para matarlo con la mano en la cintura. Aunque viviera el resto de mi vida arrepintiéndome.

—¿Quién eres y por qué haces esto? —preguntó Chávez.

—Cierra la boca —contestó Mauro, con un tono de voz tan ácido que me estremeció.

Ahí estaba él, mi novio, mi aliado... mi hermano.

Él sabía que yo le apuntaba en la espalda con el arma, pero parecía que no le importaba. Parecía que nada le importaba en ese momento, de hecho.

Detrás de nosotros se cerró la puerta y Mauro guio a Chávez hasta la silla detrás del escritorio, lo sentó de golpe y se giró para mirarme sin apartar su arma del jefe, listo para disparar en cualquier momento. Su mirada llena de escrutinio envió escalofríos por toda mi espina dorsal y tuve la sensación de que mi fuerza de voluntad se iba al carajo, pero me contuve lo más que pude y tomé una profunda bocanada de aire.

Se arrancó el pasamontañas, dejándome ver su hermoso rostro, su cabello negro y despeinado, sus labios rosas y gruesos, sus cejas arqueadas, su nariz respingada y esos lunares que viajaban por su mejilla, justo en la quijada. Esos lunares que había besado tantas veces, y que me traían vagos recuerdos de momentos menos turbios.

—Baja el arma —sentenció, acercándose a mí, y alternando sus ojos entre los míos y Chávez.

—¿Qué crees que estás haciendo? —exigí, obligándome a mantener la compostura.

—¿Qué crees que estás haciendo tú, Vica? —su voz sonaba realmente confundida y agitada—. Baja el arma ahora mismo.

—Vica... —dijo Susana, aumentando mi tensión.

Miré a Chávez, con el corazón desembocado, y asintió, dejándome saber que quería que le disparara a Mauro en ese preciso instante, pero me temblaban las manos y mi mente estaba totalmente nublada.

—Si no lo haces tú lo haré yo —expuso Chávez, sacando una pistola de debajo de su escritorio y apuntando a Mauro en la cabeza, listo para disparar.

Con rapidez, saqué mi otra Beretta de la cinturilla de mis pantalones y le apunté a Chávez, sin dejar de apuntar a Mauro. Sus ojos parecían querer salir de sus órbitas y su boca se abrió en un círculo casi perfecto.

—Tengo órdenes de asesinarte, Chávez —dije con frialdad—. De ti depende qué tan cruel sea contigo.

—¿De qué carajos estás hablando? —preguntó Chávez.

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